Los cuarenta y seis años de mi carnet de conducir me han permitido rodar, poco más o menos, un millón de kilómetros pleno de satisfacciones, sin ningún percance y, si ciertas circunstancias adversas no me lo hubieran impedido, habría rodado muchos más, pues me encantan los viajes de turismo en mi propio coche. De estas circunstancias destaco una de nombre radar que, en su conjunto, son los causantes directos de mi desapego a estos viajes, pues me resulta tremendamente agotador conducir con la vista constantemente pendiente del velocímetro del coche y que, en alguna ocasión, ha estado a punto de costarme un disgusto.
Afirmo rotundamente que las leyes, reglamentos y demás textos jurídicos están para que se cumplan. Dicho esto, afirmo también que es humanamente imposible mantener la velocidad de un automóvil dentro de los continuos cambios de los límites de velocidad de nuestras carreteras durante el periodo de tiempo que dure un viaje, pues los humanos no somos máquinas, y aunque pongamos todo nuestro esfuerzo en respetar los límites de velocidad – es mi caso que, por otro lado, me ha convertido en objeto de frecuentes pitadas que nunca había recibido – siempre habrá momentos en que la velocidad de nuestro automóvil se salga de rango por arriba. Es verdad que los reguladores de velocidad, que desde hace tiempo incorporan muchos vehículos, han ayudado enormemente a solventar este problema, pero no es menos cierto que ello supone hacer un ejercicio permanente de su regulación, actividad que, más pronto que tarde, terminará por colocarnos – probablemente menos veces que sin él – en situación de “fuera del reglamento”. Sigue leyendo La Gran Falacia