Hipócritas (II)

Frecuentemente se menciona – siempre con temor – eso que algunos han dado en llamar inteligencia artificial, sin que los mentores de la cosa aclaren el motivo de sus temores más allá de su potencial para alterar imágenes y/o para destruir empleo.

No sé qué es exactamente la inteligencia artificial, pero a la vista del pésimo uso que, de la informática actual, hacen ciertos particulares y muchas organizaciones de toda laya, no me cabe la menor duda que muchas mentes entregadas a la informática siempre estarán dispuestas a pergeñar lo abominable con tal de que les reporte “medallas” y cuantiosos beneficios a quienes se las otorgan y, por ello, me inclino a estar de acuerdo con quienes han dado la alarma en contra de la inteligencia artificial.

Veamos, Vd. que me está leyendo, cuando llama a cualquier institución pública o privada, lo someterán a un martirio más o menos parecido al que sigue, bien es cierto que puede ser en otro orden:

  1. una voz de ultratumba le informará que la conversación será grabada con el fin que solo saben ellos, pero siempre con la intencionalidad de amedrentarlo. 
  2. también oirá una voz diciendo esta o frase parecida: nuestros operadores están ocupados ahora, pronto le atenderán. Permanezca a la escucha (mi récord de espera, lo tengo en 55 minutos).
  3. a esas despreciables voces seguirá una música generalmente mal grabada y de peor gusto, pero tranquilo, pues a quienes se atreven a llamar a organizaciones autodenominadas “de excelencia”, se les sigue baqueteando así, aunque traten de aparentar otra cosa. Si tiene suerte le cogerán el teléfono y entrará en otra fase que, a buen seguro, conocerá:
  4. para hablar con el Departamento de Desinformación (de Información lo llaman las “excelentes”), pulse 1.
  5. para hablar con el departamento de Toreo al Cliente (casi todas lo llaman pomposamente de Atención al Cliente, otra coña mariñeira más), pulse 2.
  6. para hablar con Perico de los Palotes (que nunca se pone al teléfono, porque siempre se pone su machaca que, generalmente, solo sabe lo rutinario), pulse 3.
  7. y así sucesivamente.

Según el tipo de pregunta que formule, o la mucha “excelencia” de la organización a la que llame, le pedirán para identificarlo, todo o parte de lo que sigue: su número de carnet de identidad, número de contrato que tenga con ella, parte del código de acceso que tenga para entrar a determinadas áreas de la página web, primer o segundo apellido, etc., etc. ¡Vamos! que poco les falta para que le pregunten el color del calzoncillo que lleva, pero, ¡eso sí! su interlocutor es enormemente reacio a identificarse y, habitualmente, si es Vd. llamado por la organización, lo hará utilizando un número telefónico de ¡trece cifras!, al que, generalmente, nadie responderá si Vd. trata de llamar. Ignoro la razón de uso de estos larguísimos números de teléfono, pero no me cabe la menor duda que es bueno para la organización y generalmente malo para quien recibe sus llamadas.

Si atrocidades como la descrita hasta aquí son posibles gracias a la informática actual ¿qué catástrofe para el humano provocará la inteligencia artificial? Es el pan nuestro de cada día utilizar informática perversa para poner tierra de por medio entre las organizaciones y sus víctimas a quienes llaman clientes, pero siempre, dando la imagen de hacer esto en nuestro propio beneficio, ¡paradigma de hipocresía! El cliente-victima actual solo es un ente sin rostro e impersonal, en algunos casos identificado con un número, y con la única obligación de pagar la cuenta.

Por último, si consigue Vd. que alguien atienda su llamada (muchas veces, todo un derroche de paciencia y perseverancia), le atenderá alguien que ha sido formado para rebatir las posibles quejas que Vd. pueda formular (¡siento pena de los que se dedican a tan intihumana actividad!). A menudo, le atenderá alguien muy compenetrado con la (de)formación que recibió, con unas formas de expresarse más parecidas al sistema informático con el que habitualmente trabaja, qué de alguien capaz de razonar, pues solo entienden lo que ponzoñosamente les han enseñado y descartan cualquier otra opción. Con tal de amedrentarle, este interlocutor no dudara en utilizar cualquier mal arte aprendido, además de utilizar una verborrea envolvente para convencerlo de que está en un error, pues, la organización a la que sirve nunca se equivoca. Estas organizaciones “excelentes”, jamás reconocen sus propios errores (algunas veces horrores para quien tiene la desgracia de sufrirlos).

Al hilo de lo mencionado, resalto ahora una variante en el comportamiento de organizaciones “excelentes” consistente en que cuando se percatan de haber cometido un error relevante, no atiende al damnificado cualquier currito, no, sino un jefecillo con perfil de personaje curtido en algunas batallas, bien (de)formado, con verborrea software y un enorme deseo de convencer con argumentos que generalmente ni él mismo cree. Estos “sacapechos” y repugnantes personajillos, solo me dan pena y, si logran domar a su presa, acuden hociqueando a su superior con la esperanza de que les palmee el lomo.

Para toda la tropa – de bajo, medio o alto rango – que con informática o sin ella se dedica al “noble arte” de torear a las personas (una actividad en auge), vaya mi mayor desprecio.

Viejo y jubilado… ¡malo!

Desde que la sociedad en la que vivo decidió poner punto final a mi etapa como persona que tiene un trabajo retribuido, me he dedicado, de lleno, a tratar de entender su funcionamiento, especialmente en lo que se refiere a la legislación que lo regula; de modo que hoy me considero integrado en ese club de los que nos gusta ir documentados por el mundo y, sobre todo, con criterio propio – naturalmente, puedo equivocarme, soy humano -, pero, rara vez, hago o digo algo que pueda tener alguna trascendencia sin haber sopesado antes sus posibles consecuencias.

No siempre aprecio esta actitud en las generaciones jóvenes, pues, una y otra vez, dan la imagen de conceder únicamente crédito a sus iguales, a la vez que, de forma un tanto despótica, ningunean la experiencia y conocimientos de sus mayores pues, a causa de sus prisas por llegar a no se sabe dónde y sus limitados conocimientos extra tecnológicos, se precipitan tomando decisiones, que, de vez en cuando, les reporta algún que otro disgustillo. Aunque se beneficien de ellos, tampoco saben reconocer los aciertos de los viejos. Parece que abordan su vida sin tiempo para dedicarse a otra cosa que no sea aprender y practicar las últimas tecnologías que prefiero no mencionar, solo sea por una vez.

Creo que deben ser legión quienes participan en eso que ha dado en llamarse redes sociales que, lejos de unir a los individuos, los ha separado. ¿Quién no ha visto a varios jóvenes reunidos sin hablar entre ellos, pero todos “enchufados” al móvil? Me produce gran tristeza ver algo así, y creo que sus negativas consecuencias deberían animar a los expertos en la cuestión a alertar a los poderes públicos sobre su maleficencia. Serán pocos los jóvenes de hoy que hayan leído más de media docena de libros, algunos de lectura fundamental, pues esos mal utilizados móviles los aísla de tal manera que les hace creer, para mayor inri, que la verdadera cultura y conocimiento la poseen cuando, con gran ardor, los empuñan, animándolos, además, a minusvalorar a quienes no participamos en ese rito. En los años que tengo, jamás he visto tantas faltas de ortografía en personas con título superior o medio, basta con leer los periódicos para comprobarlo; tantos textos incorrectamente redactados que solo son comprensibles para ese grupo de analfabetos que, encima, alardean de no saben qué; ignorancia absoluta de la historia de España y menos aún de la de otros países; desconocimiento de la geografía de su país; incapacidad para distinguir el gótico del barroco; y prefiero no entrar en cultura musical porque, en términos generales, la música de hoy no pasa de ser un ruido informático atiborrado de mucha furrufalla de luces ¿Dónde está la rebeldía de la que históricamente siempre han hecho gala los jóvenes? ¿Tanto les está afectando el uso masivo del móvil que les incapacita para pensar independientemente de los demás y tomar como correcto patrón de vida los ladinos mensajes que reciben a través de él, y que, encima, tildan de “sistema” a admirar e imitar?

Estoy a favor del avance tecnológico; con lo que nunca estaré de acuerdo es con la utilización de tanta tecnología para abusar o laminar el libre pensamiento de las personas pues, lamentablemente, he sido testigo de críticas a viejos por el simple hecho de estar en desacuerdo con ciertas prácticas comerciales actuales, o por su frontal oposición a este atroz método «Para hablar con fulanito, pulse uno; con citanito, pulse dos… Todos nuestros operadores están ahora ocupados, permanezca atento, gracias»; estado en que los segundos dan paso a los minutos, estos a las horas y es grande la suerte si algún humano atiende tu llamada. Para su vergüenza, esta inhumana práctica también la utiliza la administración pública contra sus mal administrados. Pongo solo un par de ejemplos, pero, desgraciadamente, hay muchos más que utilizan las últimas tecnologías como burladero y siempre en contra del ciudadano, especialmente contra los que ya nos ha pillado «talluditos» para asimilarlas.

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Vergüenza ajena

Primero oímos por activa y por pasiva que el Sr. Sánchez – todavía presidente del Gobierno – iba a indultar a unos mindundis; después comprobamos estupefactos que han sido inexplicablemente indultados, pese a haber cometido actos contra la ley y, por ello y su condición de políticos con cargo público, enjuiciados y condenados por las más altas instituciones judiciales – a las que absolutamente nadie ha echado en cara haber hecho mal su trabajo -. Ya puede estar Vd. contento, Sr. Sánchez, pues esos agraciados mindundis seguirán afrentando muchos de los valores que la inmensa mayoría de la ciudadanía, con orgullo, hemos respetado desde 1.978, pero, eso sí, nunca han afrentado ni afrentarán el mucho dinero que han percibido, perciben y, si alguien no lo remedia, percibirán, aportado por esa inmensa mayoría que, encima, les permite «urbi et orbi» ponerse gallitos cuando creen detectar arremetidas contra lo que, torticeramente, consideran suyo.

Sr. Sánchez: ¿Ha hecho Vd. o su gobierno algo para impedir que muchísimos ciudadanos nos sintamos afrentados por esos mindundis y adláteres varios? Aunque soy consciente de que es Vd. un sectario impenitente, ello no obsta para que le recuerde que una buena gobernanza lo es para el conjunto de la sociedad y no solo para una minoría; si, ya sé que lo suyo es «sostenella y no enmendalla», además de un experto practicante del dicho «predícame Juan, que por un oído me entra y por otro me sale».

Sr. Sánchez: puede que Vd. disfrute contemplando la gran vergüenza ajena que, a muchos, nos provocan ciertas decisiones suyas; puede incluso que se considere un triunfador excarcelando delincuentes y trasladando de cárcel a ciertos asesinos convictos; admito también que dispone Vd. de los, más que suficientes, medios para lavar su deteriorada imagen y, con ello, hacer blanco lo negro; pero le recuerdo que la historia, le guste o no, es un riguroso e insobornable juez que le va a colocar en un lugar en el que, a buen seguro, nunca le gustaría estar, pero se lo está Vd. ganando a pulso.

 Sr. Sánchez: ¡que bochorno!

Zafios y bobalicones

Soy refractario a ese tipo de programas de televisión en los que, más de las veces, se desbarra sobre la vida – normalmente poco ejemplar – de algún famoso, calificativo este con el que pléyades de contertulios hacen referencia a quienes frecuentemente irrumpen en los medios a causa de motivos generalmente irrelevantes, pero con los que se embelesan gran cantidad de bobalicones empeñados en enterarse de la vida de otros para, a menudo, despreocuparse de la suya propia. Siempre que he visto u oído algún fragmento de esos tóxicos programas, me he preguntado ¿Cómo pueden saber los contertulios del programa en cuestión las paparruchadas que atribuyen a los famosos sobre los que hablan?

Dicho esto, no es difícil concluir que el binomio famoso(a)-contertulio es una simbiosis: el famoso lo es porque los contertulios publicitan en los medios las banalidades de aquel, y los contertulios arreglan su vida gracias a las tonterías que cuentan de los famosos, con lo que ambos se benefician. Lo que más me llama la atención de esta simbiosis es que siempre ha existido, bien es cierto que se ha ido adaptando a la mentalidad de la época en cuestión y lo que antes era algo discreto que se encontraba en los medios como «ecos de sociedad» – asumidos por profesionales discretos o noveles – ahora son estrellas rutilantes del firmamento informativo que, con gran boato y parafernalia, dicen cosas de famosos como si hubieran descubierto el elixir maravilloso, cuando no pasan de ser simples bobadas.

Y que decir de los famosos que, en muchos casos, se ensalzan ahora con toda desvergüenza, cuando la mayoría jamás ha demostrado el menor talento para nada, ni ha exhibido una vida ejemplar, aunque sus palmeros de los medios de comunicación (debidamente estimulados) la presenten como un conjunto de personajes a imitar. Al contrario que en otras épocas, muchos de los famosos de hoy lo son únicamente, por ser “hijos de fulanito o fulanita”, o por haber hecho alguna trastada que roza la ilegalidad o claramente incumplen la ley, pero sin haber demostrado jamás ninguna aptitud para nada relevante, poseer una mínima cultura o un «saber estar» que delate su adecuada formación, a causa de lo cual muchos exhiben de continuo una zafiedad – y en algún caso la vitola de convicto delincuente – que, en su día, los habría descalificado para ejercer de famosos, pero que hoy, lamentablemente, aplaude esa irracional masa que, cada vez más, aboban esos contertulios estrella y esas mal utilizadas redes sociales.

9 días de hospital

Antes de relatar un lamentable momento que me tocó vivir en el curso de mí última hospitalización, deseo manifestar mi agradecimiento a todos los profesionales que, con gran profesionalidad y entrega, me han atendido. No obstante, conviviendo con esa gran mayoría de buenos profesionales, de vez en cuando, se manifiestan otros que, con escaso talento y desmedido personalismo, imponen soluciones incompatibles con la buena praxis. Pues bien, lo que sigue, es el relato de una de ellas – insisto, la excepción, no la regla – de la que fui partícipe en primera persona.

En torno a las diez de la mañana de aquel día me retiraron la sonda vesical inherente a la intervención quirúrgica a la que había sido sometido, a la vez que me informaban de la condición sine qua non de miccionar para poder abandonar el hospital. Siguiendo sus habituales rutinas de atención a los pacientes, a lo largo de aquel día, muchas veces entraron en mi habitación los profesionales sanitarios, las mismas en las que, una y otra vez, me preguntaron si ya había realizado mi deseada micción que, desgraciadamente, siempre tuvo una respuesta negativa a la que seguía un «beba más agua», que yo siempre acaté.

Sin miccionar, llegué al tramo de las seis de la tarde de aquel aciago día; para entonces, el pis, espoleado por el agua ingerida, clamaba insistentemente para su expulsión sin resultado positivo que, con dolor y cada vez más, me fue llevando a una desagradable desazón y ansiedad. Ante la aparente pasividad de las sanitarias que me atendían, mi mujer, que me acompañaba, se vio obligada a decirles que tomaran medidas para sacarme de aquel mal estado, a lo que reaccionaron introduciéndome consecutivamente tres sondas vesicales sin que ninguna de ellas surtiera el efecto deseado, lo que dio motivos a una de las tres sanitarias presentes para sacar una conclusión falsa de un hecho cierto, afirmando que yo ya había hecho pis pero les ocultaba la verdad (¡que irracionalidad!), a consecuencia de lo cual, y en el momento más inadecuado, trabó una discusión conmigo para rebatir mi posicionamiento sobre ello.

Llegado aquí, expreso mi incomprensión sobre aquella inexplicable actitud de quien debería haberse comportado de forma mucho más humana con alguien que, como yo, estaba pasando por un momento realmente malo. No contenta con su posicionamiento verbal, en tono prepotente y desafiante, me instó a avisarla cuando hiciera pis, a lo que respondí levantándome de la cama y colocarme una botella orinal en la que solo vertí un hilo de sangre. Esta patética escena, en la que, gracias a Dios, me ayudó mi mujer, pudo verla cualquiera que pasara por el pasillo, pues la puerta de la habitación permaneció completamente abierta. Lamento mucho relatar una escena como esta, pero, de ella, me ha quedado la sensación de que hay quien lleva impreso en su mente lo de «viejo y jubilado, idiota garantizado».

Finalmente tuvo que auxiliarme el urólogo de guardia que, con gran rapidez, tacto, profesionalidad y destreza, supo sacarme de mi, a duras penas soportable, situación. Desde aquí deseo reiterarle mis gracias más sinceras.

Todos cometemos errores – son propios de los humanos – pero los bien nacidos saben disculparse ante quienes, por ellos, han sido perjudicados, pero no fue este el caso de aquella sanitaria que, además, puso en duda mi palabra, cuestión esta que nunca he llevado bien y, aún menos, en un tema de salud.