Han pasado once años desde que entré en el club de jubilados; ¡si, si!, en ese grupo de personas que no trabajan a cambio de dinero. En ese periodo de tiempo, he tenido la oportunidad de constatar que cuando alguien se jubila, paulatinamente, se jubila también su influencia sobre el entorno que lo rodea, especialmente sobre quienes aun trabajan, y que, invariablemente, al contactar con ellos, terminan inculcando en su jubilado interlocutor la poco grata sensación de distanciamiento que provoca su nunca pronunciado pensamiento: «¡que me va a enseñar a mi este viejo!». Consciente de esto, soy yo quien, una y otra vez, trata de romper ese distanciamiento – probablemente originado por la diferencia de edad y por la preconcebida idea de «este ya no sirve para nada» – y aunque ya hace tiempo que no trato de convencer a nadie de nada, observo en ellos, gestos, miradas y, a veces, comentarios, que atestiguan su desacuerdo con muchos de mis puntos de vista sobre cuestiones vinculadas con el estilo de vida de nuestra sociedad.
Percibo también ese distanciamiento durante las esporádicas relaciones que mantengo con quienes arreglan averías domésticas. Quien haya leído algunas entradas de ésta página, habrá notado que me gusta el bricolaje, a ello se une mi formación técnica, cuya combinación me permite tener una visión bastante precisa de mucha variedad de arreglos y reparaciones caseras. Pues bien, es ahora cuando cualquier pofesional (sin r) que entra en mi casa para arreglar o instalar cualquier tontería – afortunadamente entran pocos –, cuando mejor, me da lecciones sobre su trabajo y, cuando peor, me echa una mirada de perdonavidas a la vez que piensa «¡qué coño sabrá este viejo!». Solo, desde mi entrada en el club de jubilados, he notado este comportamiento.