Felón en empresa de relumbrón

Deambulando por casa, tropecé casualmente con una carpeta cuyo contenido era el de la imagen de abajo. Una rápida ojeada me transportó a una parte de mi vida que, hace tiempo, decidí enterrar en el olvido por pura profilaxis mental. Inevitablemente, acudieron a mi mente hechos vividos muy relacionados con un maléfico personaje – de cuyo nombre no quiero acordarme – que, a buen seguro, ya habrá olvidado, pues pertenece a ese tipo de persona ahíta de ambición, ególatra empedernido, felón de vocación, trepa impenitente, y ayuno de buena conciencia.

En aquella reunión te proclamaron «Führer» de la empresa, para desgracia de ella, su dueño e hijos, y la mayor parte del personal. Aprovechando la ocasión, el ofuscado dueño enumeró las pautas que en adelante seguiría su empresa – un conjunto de disparates que, el tiempo, no tardó en corroborar -, a las que tú dijiste amen y el propietario “adornó” con esta injusta y dictatorial frase «el que esté de acuerdo, que se quede, el que no, ahí tiene la puerta». Tantos disparates y omitidos agradecimientos por los éxitos logrados hasta entonces por la empresa – que no por ti -, me hicieron valorar seriamente la posibilidad marcharme de aquel gallinero en el que parecía iba a convertirse, pero dejarme caer al vacío nunca lo consideré una opción, y tampoco percibí grandes posibilidades de encontrar nuevo empleo, por lo que, muy a mí pesar, decidí continuar. Un error de malas consecuencias.

Al convertirte en «Führer» – cargo que lograste dando rienda suelta a tus malas artes – la empresa estaba en una situación económica boyante y con un prestigio ganado gracias al esfuerzo de dos personas que se vieron obligadas a dejarla a causa de tus ponzoñosos manejos. Su dueño, bajo los efectos de tu abducción, lejos de atribuirle el éxito a esos dos artífices, te lo imputó a ti, algo en lo que se iría reafirmando a medida que la empresa, empujada por vientos favorables – que no por tú gestión – iba creciendo, lo que le permitió crear otras dos, y vaya Vd. a saber cuántas otras cosas más.

Como «Führer», te estrenaste conmigo en una actuación que generó mi primer gran desencuentro contigo. Sabiendo la capacidad de decisión que el cargo te otorgaba, aquel aciago día, acudí a tu despacho para explicarte un problema sobrevenido y, a la vez, proponerte su solución; pero tu personalidad hecha a base de corto recorrido técnico, ambición desmedida y sin escrúpulos, hizo que ordenaras echarle tierra encima, que, naturalmente, echamos otros, no tú. Aquella decisión tuya y otras más que luego vendrían fueron, para la empresa, la viva imagen del dicho «pan para hoy, hambre para mañana», además de un espaldarazo a las pautas formuladas en la reunión que antes mencioné. Salí de tu despacho desalentado y abatido – era la primera vez, pero no sería la última – y, por eso, me pregunté ¿para qué voy a contarle otros problemas parecidos, cuando estos ocurran? El tiempo no hizo otra cosa que confirmar esa reflexión mía.

Como era de esperar, los vientos favorables para la empresa y para ti, poco a poco, perdieron fuerza, pero, ni tú como director, ni su dueño, os molestasteis en prepararla para afrontar los nuevos tiempos que se avecinaban, todo cuanto hiciste tú fue reorientar su plan comercial hacia mercados internacionales – mérito que te reconozco -, pero sin realizar inversión de ninguna clase, ni mucho menos reorganizar la empresa para afrontar los nuevos retos que el mercado internacional exigía.

En esto estaba la compañía cuando los hijos del dueño irrumpieron en ella – nunca supe sus funciones -, hecho que, aparentemente, no los colocó en tu punto de mira, aunque los pusiste bajo estrecha vigilancia pues, tu probada carrera de venenoso trepa ya te había enseñado a quien, cuando y como morder. En cualquier caso, dado el escaso caletre de aquellos advenedizos, nunca los vi ejercer como verdaderos enemigos tuyos, ni dieron el menor paso para cercenar tu ambición, bien es cierto que, al tratarse de herederos, el tiempo jugaba a su favor y en contra tuya, pues tú relación con ellos nunca fue todo lo satisfactoria que ellos, su padre y dueño de la empresa hubieran deseado.

Aquel estado de cosas te hizo pensar que, si los herederos asumían la propiedad de la empresa, tu carrera de tóxico trepa podía tener los días contados, situación que no estabas dispuesto a consentir tratándose de alguien que, como tú, ya estaba acostumbrado a ejercer de «Führer», de modo que pergeñaste un plan de acoso y derribo contra la empresa y su dueño, cuya culminación te llevaría bastante tiempo, compra de voluntades, practica de astucias varias, paciencia, grandes dosis de buena suerte, y todo ello amalgamado con tu probada zorrería en esas lides.

La mencionada bonanza económica de la empresa embelesó a su dueño, estado que aprovechaste para desconectarlo de ella, filtrándole únicamente la información que te interesaba a ti y ocultándole todo o parte de lo demás. Este estado de cosas influyó decisivamente en él, haciéndole pensar que tenía a supermán como director de su empresa, de la que, incluso, llegó a pensar que era un paradigma de modelo tecnológico. Algunos no percibíamos eso y cuando alguno le insinuó – sí, solo insinuar – que su director no era lo que él creía, simplemente se limitó a abroncarlo despiadadamente. Como tú bien sabes, pagó muy cara esa ofuscación que le inoculasteis tú y tu nutrido grupo de bien tratados y remunerados «corre ve y dile».

Ya era demasiado tarde cuando el dueño, tras salir de aquella ofuscación, quiso enderezar el mal rumbo de su empresa, pues, cuantas medidas tomó, solo demostraron que la desconocía completamente, a lo que se sumó que quienes podrían haberle ayudado en aquella tarea estaban abducidos o temerosos de ti. Algunos pensamos que la solución perfecta para la empresa era echarte de ella, pero, ignoro por qué, su dueño nunca se decidió a ello ¿Habíais firmado entre los dos algún documento o algo parecido que impedía tu despido? Francamente, cualquiera con un mínimo de sentido común lo hubiera pensado.

Como era previsible, aquellos intentos del dueño para levantar su empresa no fueron de tu agrado, por eso, y por otros inconfesables motivos tuyos, tomaste la decisión de arruinarla poco a poco, para lo que utilizaste sibilinos métodos consistentes, básicamente, en hacer que ciertas cosas fueran mal, pero culpando a otros de ello; una práctica que ladinamente implantaste, pero que, otra vez, ni el dueño ni sus hijos dieron síntomas de percibir. Naturalmente, los inculpados nunca fueron tus afectos y «corre ve y dile», y contra los demás – especialmente algunos – fue de tal magnitud tu venenoso comportamiento que serían incontables las noches de insomnio que provocaste, pues nos negaste personal y medios adecuados para desempeñar, con éxito, nuestro trabajo, además de impartir, a hurtadillas, instrucciones a tus “palmeros” para que los productos pudieran facturarse, aunque estuvieran mal – era lo más parecido a un sabotaje -.

El ya mencionado documento que sigue – paradigma de cinismo y repugnante regalo de Reyes -, pergeñado para disfrazar tus felonías, es el resultado de un comportamiento abyecto que, como el tuyo, culpa a los demás del chaparrón que, sobre la empresa caía, como consecuencia de tus clandestinos manejos y felón comportamiento con ella. Nada de él inspira sinceridad, las soluciones propuestas parecen más propias de Pepe Gotera y Otilio que las de alguien comprometido con una eficiente gestión y, por ello, no te atreviste a firmarlo. Con ese repugnante escrito ¿A quién trataste de engañar? ¿Al dueño? ¿A sus hijos? ¿Al primer fallido comprador de la empresa? ¿O a todos? A mí no, desde luego, bien es cierto que me produjo una gran vergüenza ajena pues, el autor de semejante libelo, era quien, supuestamente, dirigía una empresa poseedora de un certificado ISO 9001, de los de aquella época.

Como aclara tu cínico documento, los productos suministrados en condiciones deficientes terminaban creando duras protestas de los clientes, que, más pronto que tarde, me repercutían. Pese a ello, nunca trataste de ponerle remedio más allá de esa mamarrachada de Comunicación Interior, por lo que, muchas de aquellas protestas – de las que nunca me sentí culpable – me hicieron gran daño sicológico que, sin el menor escrúpulo amplificaste, además de llevarme varias veces y completamente desvalido a defender imposibles.

Eso sí, con gran maestría practicaste una compulsiva y endiablada manera de tirar la piedra y esconder la mano, y a quien te cantó las verdades – pocos, pero hubo – nunca sentiste la menor repugnancia al tildarlo corrosivamente de “frontal” (te suena, ¿verdad?) ante tu corro de «corre ve y dile», y cuando notabas que, por tu culpa, pasaba por un mal momento, afirmabas con saña infinita «¡que se joda!» (también te suena, ¿no?). Llegado aquí te pregunto ¿alguna vez has hecho algo sin pensar en ti? Tranquilízate, conozco la respuesta.

Con un personaje de tu catadura ejerciendo de «Führer»; con unos pedidos ofertados y aceptados por ti a precios bajo coste; y con un dueño que, por la razón que fuera, no acertó a echarte, fue muy normal que la empresa se situara al borde de la quiebra, y que, para evitarla, lo animaras a venderla, algo que no tardó en ocurrir. El comprador impuso un «ere» a la empresa y, como era previsible, en su lista de despedidos figurábamos todos los que no éramos ni afines, ni «corre ve y dile» tuyos. Por cierto, aquel «ere» permitió conocer lo bien que cuidabas a tus apaniaguados, pues la lectura pública de sus sueldos dejó boquiabierto a más de uno, por su inmerecida y gran cuantía, pero no a mí, que por entonces ya tenía muy clara tu endiablada manera de mangonear.

Finalmente, la empresa quebró librándome de lo que, para mí, fueron treinta años de infierno y, a partir de aquel momento, inicié una vida normal y satisfactoria, que, en gran medida, me habías arrebatado.

Han pasado muchos años desde aquellos hechos que tan negativamente me influyeron, pero su toxicidad sobre mí ha sido de tal magnitud que, aún hoy, sigo teniendo enervantes pesadillas que, una y otra vez, me vuelven a situar en aquel infierno creado y alentado por ti. Por todo ello, eres la única persona por la que he sentido y siento un odio radical, sentimiento que aborrezco y del que me gustaría desprenderme antes de irme de aquí. Hago todo lo posible para ello, pero…, ¡de verdad!, me lo has puesto imposible.