Zafios y bobalicones

Soy refractario a ese tipo de programas de televisión en los que, más de las veces, se desbarra sobre la vida – normalmente poco ejemplar – de algún famoso, calificativo este con el que pléyades de contertulios hacen referencia a quienes frecuentemente irrumpen en los medios a causa de motivos generalmente irrelevantes, pero con los que se embelesan gran cantidad de bobalicones empeñados en enterarse de la vida de otros para, a menudo, despreocuparse de la suya propia. Siempre que he visto u oído algún fragmento de esos tóxicos programas, me he preguntado ¿Cómo pueden saber los contertulios del programa en cuestión las paparruchadas que atribuyen a los famosos sobre los que hablan?

Dicho esto, no es difícil concluir que el binomio famoso(a)-contertulio es una simbiosis: el famoso lo es porque los contertulios publicitan en los medios las banalidades de aquel, y los contertulios arreglan su vida gracias a las tonterías que cuentan de los famosos, con lo que ambos se benefician. Lo que más me llama la atención de esta simbiosis es que siempre ha existido, bien es cierto que se ha ido adaptando a la mentalidad de la época en cuestión y lo que antes era algo discreto que se encontraba en los medios como «ecos de sociedad» – asumidos por profesionales discretos o noveles – ahora son estrellas rutilantes del firmamento informativo que, con gran boato y parafernalia, dicen cosas de famosos como si hubieran descubierto el elixir maravilloso, cuando no pasan de ser simples bobadas.

Y que decir de los famosos que, en muchos casos, se ensalzan ahora con toda desvergüenza, cuando la mayoría jamás ha demostrado el menor talento para nada, ni ha exhibido una vida ejemplar, aunque sus palmeros de los medios de comunicación (debidamente estimulados) la presenten como un conjunto de personajes a imitar. Al contrario que en otras épocas, muchos de los famosos de hoy lo son únicamente, por ser “hijos de fulanito o fulanita”, o por haber hecho alguna trastada que roza la ilegalidad o claramente incumplen la ley, pero sin haber demostrado jamás ninguna aptitud para nada relevante, poseer una mínima cultura o un «saber estar» que delate su adecuada formación, a causa de lo cual muchos exhiben de continuo una zafiedad – y en algún caso la vitola de convicto delincuente – que, en su día, los habría descalificado para ejercer de famosos, pero que hoy, lamentablemente, aplaude esa irracional masa que, cada vez más, aboban esos contertulios estrella y esas mal utilizadas redes sociales.

9 días de hospital

Antes de relatar un lamentable momento que me tocó vivir en el curso de mí última hospitalización, deseo manifestar mi agradecimiento a todos los profesionales que, con gran profesionalidad y entrega, me han atendido. No obstante, conviviendo con esa gran mayoría de buenos profesionales, de vez en cuando, se manifiestan otros que, con escaso talento y desmedido personalismo, imponen soluciones incompatibles con la buena praxis. Pues bien, lo que sigue, es el relato de una de ellas – insisto, la excepción, no la regla – de la que fui partícipe en primera persona.

En torno a las diez de la mañana de aquel día me retiraron la sonda vesical inherente a la intervención quirúrgica a la que había sido sometido, a la vez que me informaban de la condición sine qua non de miccionar para poder abandonar el hospital. Siguiendo sus habituales rutinas de atención a los pacientes, a lo largo de aquel día, muchas veces entraron en mi habitación los profesionales sanitarios, las mismas en las que, una y otra vez, me preguntaron si ya había realizado mi deseada micción que, desgraciadamente, siempre tuvo una respuesta negativa a la que seguía un «beba más agua», que yo siempre acaté.

Sin miccionar, llegué al tramo de las seis de la tarde de aquel aciago día; para entonces, el pis, espoleado por el agua ingerida, clamaba insistentemente para su expulsión sin resultado positivo que, con dolor y cada vez más, me fue llevando a una desagradable desazón y ansiedad. Ante la aparente pasividad de las sanitarias que me atendían, mi mujer, que me acompañaba, se vio obligada a decirles que tomaran medidas para sacarme de aquel mal estado, a lo que reaccionaron introduciéndome consecutivamente tres sondas vesicales sin que ninguna de ellas surtiera el efecto deseado, lo que dio motivos a una de las tres sanitarias presentes para sacar una conclusión falsa de un hecho cierto, afirmando que yo ya había hecho pis pero les ocultaba la verdad (¡que irracionalidad!), a consecuencia de lo cual, y en el momento más inadecuado, trabó una discusión conmigo para rebatir mi posicionamiento sobre ello.

Llegado aquí, expreso mi incomprensión sobre aquella inexplicable actitud de quien debería haberse comportado de forma mucho más humana con alguien que, como yo, estaba pasando por un momento realmente malo. No contenta con su posicionamiento verbal, en tono prepotente y desafiante, me instó a avisarla cuando hiciera pis, a lo que respondí levantándome de la cama y colocarme una botella orinal en la que solo vertí un hilo de sangre. Esta patética escena, en la que, gracias a Dios, me ayudó mi mujer, pudo verla cualquiera que pasara por el pasillo, pues la puerta de la habitación permaneció completamente abierta. Lamento mucho relatar una escena como esta, pero, de ella, me ha quedado la sensación de que hay quien lleva impreso en su mente lo de «viejo y jubilado, idiota garantizado».

Finalmente tuvo que auxiliarme el urólogo de guardia que, con gran rapidez, tacto, profesionalidad y destreza, supo sacarme de mi, a duras penas soportable, situación. Desde aquí deseo reiterarle mis gracias más sinceras.

Todos cometemos errores – son propios de los humanos – pero los bien nacidos saben disculparse ante quienes, por ellos, han sido perjudicados, pero no fue este el caso de aquella sanitaria que, además, puso en duda mi palabra, cuestión esta que nunca he llevado bien y, aún menos, en un tema de salud.