Aquella era una empresa industrial que, por su plantilla, podía considerarse de tamaño medio. Por aquel entonces, sus productos distaban mucho de tener una sofisticación tecnológica digna de consideración, aunque D. Uno – su dueño -, tan atrevido como ignorante técnico, estaba convencido de lo contrario; tanto era así que, con cierta frecuencia, embarcaba a su personal en proyectos para los que la empresa carecía de medios – mal endémico que duró toda la vida de la empresa – y conocimientos, que algunos de sus empleados soslayaban a base de gran esfuerzo personal, de una absorbente dedicación y, no pocas veces, con ayuda de amigos ajenos a la empresa. Salvo raras excepciones, el nivel de formación de su personal era muy bajo que, frecuentemente, le hacía llegar a conclusiones falsas a partir de hechos ciertos y que, invariablemente, lo instalaba en un peligroso error de concepto que obligaba a algunos de sus dirigentes a dedicar gran parte de su tiempo a corregir tan negativo bagaje.
La empresa también tenía su lado positivo, pues muchos de sus productos eran – cómo no – de diseño foráneo, introducido y aplicado en ella de la mano de quien, en aquella época, tenía un nivel técnico superior al del resto del personal y, que lo había convertido en su segundo de a bordo – el Sr. Dos – y mano derecha e izquierda de D. Uno.
Otra atrevida gestión de D. Uno – que por entonces también actuaba como comercial -, colocó un proyecto en la empresa para el que distaba mucho de estar mínimamente preparada. Consciente de ello y bien aconsejado por el Sr. Dos, D. Uno contrató un excelente profesional, con acreditada experiencia en aquel proyecto, y lo colocó en el tercer puesto del escalafón de su empresa – el Sr. Tres -.
Aquel proyecto, también incorporó a la empresa otros profesionales de variopintas titulaciones técnicas, situando a unos como Srs. Cuatro y a otros como Srs. Cinco, aunque es probable que a ninguno de ellos les quedara suficientemente clara su posición exacta. Sorprendentemente, D. Uno no siguió esta misma línea de contratación para cubrir los puestos de trabajo manual pues, para ello, recurrió a personal de la propia empresa y que, como queda dicho, carecía de los conocimientos específicos que demandaba aquel proyecto.
D. Uno tenía por entonces un buen olfato para contratar personal, pero su mentalidad estaba lastrada por el concepto de «el trabajo con látigo entra». Esta mentalidad le hacía ver a sus empleados como algo más que máquinas, a los que había que sacar partido desde el mismo momento de su entrada en la empresa y, desde luego, a exigirles resultados inmediatos sin detenerse a valorar la complejidad del proyecto en el que los había embarcado, lo que lo conducía a inmiscuirse – sin tener la menor idea – en el trabajo del día a día de muchos de ellos, todo lo cual tuvo como resultado la aparición de los primeros descontentos.
Como es bien sabido, los ambientes de descontento son un río revuelto en el que frecuentemente pesca la ambición y, como no, en aquella empresa también pescaba instalada en uno de aquellos Srs. Cuatro que, probablemente, era el más líder, inteligente, ególatra, cobarde y falso, a la vez que justito técnicamente y de pocos escrúpulos. Este personaje, también era un experto en no dar puntada sin hilo y enseguida maniobró para provocar una huelga-motín que logró tras aglutinar en torno a sí al personal de su entorno, para predisponerlo después en contra de los excesos de D. Uno. Éste, que era perro viejo, enseguida percibió quien era el cabecilla de aquel motín – por otro lado, nada difícil de percibir, a la vista de las evidentes señales que el Sr. Cuatro ya había dado – y, ni corto ni perezoso, decidió mantener con él una reunión a hurtadillas con objeto de poner fin a aquello, objetivo que logró tras hacerle no se sabe que inconfesables promesas. Fueran las que fueran éstas, lo único evidente fue que el Sr. Cuatro comenzó, a partir de aquella reunión, a ejercer como gallito de corral, a la vez que su más poderoso rival, convencido huelguista-amotinado, buen profesional, colega y amigo, comenzaría a sentir los demoledores efectos de la repugnante práctica de acoso y derribo ejercida por aquel, que irremisiblemente lo conduciría a su salida voluntaria de la empresa y, convertirse así, en la primera víctima del ya indiscutido Sr. Cuatro.
Este desmedido ambicioso demostró ser muy hábil en la infame práctica del acoso y derribo, para la que se sirvió de la “inestimable ayuda” de algunos colaboradores, que hicieron tan bien su deshonroso trabajo como tan mal el que tenían encomendado, dada su condición de empleados de la empresa.
Finalmente, el complicado proyecto en el que D. Uno había embarcado a su empresa, salió adelante, no sin un gran esfuerzo de alguno de sus responsables, con el indudable liderazgo y conocimientos del Sr. Tres y el apoyo del Sr. Dos, a la vez que D. Uno lograba para su empresa un gran poderío económico, sin que nunca llegara a comprender completamente sus verdaderas razones.
Aquel equipo de personas que llevaron a la empresa a unas cotas de prestigio desconocidas – comparándolas incluso con lo imaginado por D. Uno – había sido un éxito personal del Sr. Tres, que solo le sirvió para que el Sr. Cuatro, celoso de su éxito, lo colocara en su punto de mira desprestigiándolo ante D. Uno, valiéndose para ello de la ayuda de sus ya experimentados “colaboradores” y, cuya consecuencia fue que, el Sr. Tres también se vio obligado a tomar la decisión de abandonar la empresa. La marcha del Sr. Tres, debería haber sido una tragedia para la empresa – algo que no ocurrió, dado que el Sr. Cuatro ya controlaba, por entonces, las situaciones adversas para él – pues el impulso que le imprimió la hizo permanecer en el tiempo mucho más allá de lo que hubiera sido normal, dada la mala gestión que posteriormente se hizo en ella.
Removido de su sitio el Sr. Tres, D. Uno colocó en su lugar al pérfido Sr. Cuatro, lo que lo consagró como el nuevo Sr. Tres. Aquel fue el primer gran paso de la meteórica carrera de aquel desmedido ambicioso, pero no iba a ser el último.
Para entonces, el flamante Sr. Tres ya había aprendido de su antecesor los conocimientos que le iban a ser muy útiles para relacionarse con proveedores y, sobre todo, con clientes foráneos. Adicionalmente, siguió cultivando su relación con aquellos que le proporcionaban armamento para su lucha por el poder pues, aún siendo verdad que ya había controlado a todo el personal de su nivel hacia abajo, ahora le tocaba enfrentarse a un peso pesado: el Sr. Dos.
El Sr. Tres puso de nuevo en marcha a sus incondicionales – que por entonces ya tenía muy bien aleccionados -, también reactivó su proverbial falta de escrúpulos, además de otras cualidades más o menos inconfesables y, con todo ello, urdió un plan para cazar al Sr. Dos y, mira por donde, una larga huelga de la empresa le puso en bandeja la oportunidad de espetarle una mortal estocada en forma de atribuirle la responsabilidad de no haberla previsto ni desactivado. D. Uno, fuertemente influenciado por las críticas que el Sr. Tres hizo del Sr. Dos, le retiro a éste su confianza, lo que provocó su forzado abandono de la empresa, dejándole así el campo libre al Sr. Tres. De esta manera fue como el Sr. Dos se convirtió en la segunda pieza de caza mayor del Sr. Tres, pero tampoco con él se iba a acabar la cacería.
Seguidamente, D. Uno colocó al Sr. Tres de Sr. Dos, con lo que colmaba así una de sus grandes aspiraciones, pero no todas. Durante algún tiempo, el personal de aquella empresa recordaría el discurso que D. Uno pronunció para el nombramiento del nuevo Sr. Dos pues, malévolamente asesorado por éste, no perdió la oportunidad de proclamar la nueva política de su empresa que, como era de esperar, rompía con la que hasta ese momento habían establecido el anterior Sr. Dos y, sobre todo, la del primer Sr. Tres, que tanto prestigio y solvencia económica le había dado; un error cuyas consecuencias iba a sufrir, a no mucho tardar.
Con el nuevo Sr. Dos dio comienzo una férrea dictadura que, de día en día, iría creando en la empresa un ambiente cada vez más irrespirable pero, sobre todo, para quienes no alimentaban su ego o simplemente «pasaban» de ello; ni que decir tiene, que al trabajo bien hecho jamás le tuvo la menor consideración y siempre aplicaría el dicho de «quien no está conmigo, está contra mi». Al Sr. Dos nunca le gustó dar la cara y, siempre utilizó a sus “colaboradores” como correa de transmisión de ciertos inconfesables deseos suyos o como «corre ve y dile»; fue también un maestro para apuntarse éxitos, a la vez que un avezado buscador de cabezas de turco para sus fracasos; no obstante seguiría siendo catedrático para despachar de la empresa a cualquiera que tratara – aunque fuera mínimamente – de interferir su relación con D. Uno, o no le bailara el agua, como dejó patente en no pocas ocasiones. Este felón también exhibía la singularidad de no invitar a nadie en la empresa con su propio dinero, ni tampoco utilizaría nunca secretaria personal, lo que hizo pensar a algunos que era misógino.
D. Uno también mantenía una estrecha relación con el administrador de su empresa, un empleado de la misma que, además, gestionaba cierta parte de su patrimonio personal. Una persona en la que D. Uno depositara tanta confianza, era imposible que fuera del agrado del Sr. Dos, de modo que fue inevitable que éste pusiera de nuevo en marcha su ya probada capacidad de acoso y derribo, cuyas consecuencias colocaron a D. Uno en la tesitura de tener que decidir por uno de los dos y que, como era de esperar, zanjó enviando al administrador directamente a la calle – tercera pieza de caza mayor – y, al Sr. Dos, otorgándole todavía mayor capacidad de decisión, por no decir toda.
Como era previsible, el importante proyecto fue adelgazando paulatinamente, lo que obligó al Sr. Dos a buscar mercados foráneos, algo que hizo con éxito; no obstante, la empresa no estaba preparada para competir en el mercado internacional pues, a lo largo de los años, todo se había dimensionado para aquel afamado proyecto. Este problema era evidente para cualquiera, excepto para el Sr. Dos que únicamente se preocupaba de que la facturación fuera del agrado de D. Uno, objetivo que logró durante algún tiempo, pero las innecesarias horas extraordinarias promovidas por él – con la única finalidad de aparentar un volumen de trabajo que deslumbrara a D. Uno -, unidas a los efectos de la competencia, harían que, de día en día, se fuera reduciendo, el otrora, poderío económico de la empresa, que pedía a gritos su drástica reestructuración, cosa que ni comprendieron, ni supieron, ni quisieron hacer D. Uno ni el Sr. Dos, con lo que éste – más listillo que nadie – recurrió a la “genial idea” de rebajar precios sin realizar un estudio justificativo previo y con el único criterio de situarlos a un nivel equiparable a los de la competencia. Con “genialidades” así, no es de extrañar que las cuentas fueran descuadrándose cada vez más, que el ínclito Sr. Dos trató de corregir recortando costes de producción, pero sin contar para ello con unos mínimos criterios profesionales, sino a base de mutilar la bondad de los productos suministrados por la empresa. Para este inaceptable proceder siempre recurrió a instrucciones verbales, de las que destaca por su perversidad la siguiente: «o hacéis esto, o no cobráis este mes». Tantas mutilaciones dieron lugar a serias y enérgicas reclamaciones de muchos clientes, que éste trató siempre de ocultar a D. Uno y, cuando no pudo hacerlo, descargó su responsabilidad sobre alguno de sus «no adictos». El listillo Sr. Dos, siempre fue un sutil urdidor de métodos de encubrimiento ante D. Uno que, invariablemente, pasaban por pregonar públicamente su adhesión con el producto bien hecho y, si las circunstancias se lo aconsejaban, podía llegar incluso a manifestarlo por escrito, lo que no era óbice para que simultáneamente diera de tapadillo instrucciones contrarias.
Estas felonías del Sr. Dos – que a más de uno le hizo pensar que trabajaba para la competencia – no hizo otra cosa que erosionar el prestigio de la empresa y mermar cada vez más su capacidad financiera, algo a lo que D. Uno trató de poner remedio pero, de forma absolutamente inapropiada – el hábil aislamiento al que lo había sometido el Sr. Dos, lo condujo directamente a perder el pulso de su empresa – y demasiado tarde. El antagonismo sobrevenido de ambos, fue dando paso a un profundo distanciamiento cuyas consecuencias contribuyeron a aumentar, aún más, el deterioro financiero de la empresa que, muy a su pesar, obligó a D. Uno a venderla, angustiado por su temor a la quiebra.
Para asombro y sorpresa de algunos, D. Uno fue la última víctima del Sr. Dos, aunque también hubo quien, conociendo muy bien a éste, ya vislumbraba otras muchas que, poco tiempo después, iba a originar su felona gestión, pero esa… sería otra historia.