Antes de acudir a su trabajo, aquel hombre desayunaba en el mismo local en que lo hacía yo. Nuestros fortuitos encuentros allí, fueron configurando una relación que nunca fue más allá de las charlas intrascendentes que manteníamos mientras disfrutábamos de un buen café. Sorprendentemente, las últimas veces que le vi, noté en él un estado anímico distinto al habitual, una extraña mezcla de preocupación y relax, aunque más lo primero que lo segundo, contrapuestas condiciones que estimularon mi deseo de preguntarle si atravesaba un mal momento. Fuera por hacer la pregunta en un momento oportuno, fuera porque necesitaba desahogarse, o por ambas cosas, el caso fue que mi interlocutor me contó algo parecido a lo siguiente:
Siempre he sido reacio a contar cosas de mi trabajo, especialmente a las personas ajenas a él, pero en la encrucijada en la que me encuentro me resulta imposible responder a tu pregunta sin describir antes mi peripecia laboral.
Hace casi treinta años que trabajo al frente de un departamento de una empresa cuyo cometido es velar para que sus productos se ajusten a las normativas que les son aplicables. Mis comienzos fueron bastante desalentadores, pues por aquel entonces, solo una o dos personas de la empresa – entre las que no se encontraba su dueño – estaban mentalizadas para que un departamento así se implantara en ella, provocando, cuando mejor, la incomprensión de la mayoría de su escasamente instruida plantilla, y cuando peor, una frontal oposición a su labor, especialmente de quienes deberían haber sido ejemplo de lo contrario.
No sin esfuerzo aprendí ciertas técnicas y métodos de trabajo – por aquella época no existían cursos de formación para adquirir conocimientos sobre ellos – que trasladé a parte de aquel escasa y deficientemente formado personal de la empresa, que los asimiló tras un largo y laborioso proceso.
Durante bastante tiempo y con la inestimable pero limitada ayuda que mi, por entonces, foráneo y bien formado jefe pudo prestarme, pusimos a la empresa – mucho más él que yo – en condiciones de desarrollar un complicado proyecto que llevaba aparejado un gran pedido. Los críticos e incrédulos enmudecieron cuando comprobaron cómo la exitosa finalización de aquel proyecto catapultó a la empresa hasta unas cotas de prestigio inimaginables, incluso para su dueño.
Mi compañero de desayunos, añadió:
Gran parte del personal de mi empresa es así: se inhibe cuando detecta que algo en el trabajo puede causarles dificultades, a la vez que esperan y exigen que alguien las afronte para liberarlos de la posibilidad de tenerlas. ¡Encantadores compañeros y subordinados! que, además, siempre se han comportado así.
En cualquier caso, no ha sido eso lo peor de todo, lo peor comenzó cuando mi foráneo jefe y el no menos foráneo jefe de éste, dejaron la empresa por distintas y adversas circunstancias personales, por lo que sus responsabilidades fueron mal asumidas por un ambicioso, ególatra, cobarde y turbio pero inteligente felón. A lo largo de casi veinte años, este malicioso y perverso personaje destrozó aquel estilo de hacer que con tanto esfuerzo habíamos conseguido imponer en la empresa diez años antes, mis foráneos jefes y yo; estilo que, como ya mencioné antes, encumbró a la empresa hasta cotas verdaderamente meritorias y con una firmeza tal que, este felón necesitó veinte años para dejarla en estado terminal.
La gestión que este personaje hizo en la empresa no se explica sin tener en cuenta las muchas felonías que practicó con verdadera fruición, en las que no faltaron sibilinos engaños al dueño de la empresa y a muchos clientes, zancadillas al rival o al posible rival, despido de magníficos empleados que no le eran adictos, humillaciones a quienes no compartían su inadecuada manera de ejercer la dirección, apoyar a aquellos empleados que, aunque hicieran mal su trabajo, lo mantenían informado de cuanto hacían los demás dentro y fuera de la empresa, amén de otras perversidades de pelaje parecido.
Y continuó diciendo:
Personalmente su mala gestión me afecto de lleno, interfiriendo negativamente en mi trabajo todas cuantas veces lo consideró conveniente, que no fueron pocas, amén de otras muchas de las que, a buen seguro, no me entere. Cuando lo consideró ventajoso para él, llevó a cabo sus turbios deseos – para los que siempre desplegó una endiablada habilidad para cubrirse las espaldas – recurriendo a métodos tan viles como: impartir a hurtadillas instrucciones a su incondicional “camarilla”, notoriamente contrarias a la más elemental ética profesional, fuera de las horas normales de trabajo y, en ocasiones, en su propia casa; emplear contra quienes ponían reparos a estos deseos, un argumento tan repugnante como este: o hacéis lo que os he dicho o no cobráis este mes; reducir de forma perversa y por motivos inconfesables, el personal de mí departamento con la única finalidad de disminuir su eficacia y posibilitar el envío al cliente de productos defectuosos que motivaron multitud de quejas, arteramente empleadas por él para culparme de ellas.
Muchas de sus felonías contaron con la complaciente colaboración de ciertos empleados de pocos escrúpulos, que hicieron tan bien este “trabajo” como mal el que tenían encomendado por su condición de empleados de la empresa. Estas inaceptables situaciones me animaron decididamente a buscar en varias ocasiones otro trabajo, pero por aquel entonces ya encaraba los cincuenta y no tuve la suerte de encontrar la alternativa que me liberara de aquel calvario en el que se había convertido el mío. Tan indeseable situación, no hizo otra cosa que colocarme al borde del abismo personal y a la vez alimentar, para su exclusiva satisfacción, el enfermizo ego del felón.
A estas alturas del relato, ya me había formado una idea bastante clara del más que enrarecido ambiente que se respiraba en la empresa de mi interlocutor que, no obstante, terminó su confidencia de la manera siguiente:
Ciertamente, la gestión de mi felón jefe fue mala para la empresa en general, hostil hacia mi departamento y hacia mí, pero a quién perjudicó de verdad fue al dueño de la empresa que, con engaños, lo colocó en la tesitura de verse obligado a malvenderla recientemente. Los nuevos dueños, ignorantes de lo que compraron, no tardaron en colocársela a otros – más barriobajeros que empresarios -, que se han encargado de darle la puntilla, por lo que la plantilla estamos pasando ahora por ese nefasto periodo que precede al cierre definitivo de una empresa que, sin embargo, me liberara de acudir a un trabajo por el que pocas veces he sentido simpatía y al que hace poco más o menos diez años que aborrezco.
Siento tener que haberte contado tan escasamente edificante peripecia, pero lo he considerado imprescindible para dar una respuesta inteligible a tu pregunta.
Esta explicación despejó las dudas sobre aquellos contrapuestos comportamientos, que últimamente había observado a mi interlocutor; así pues, tras desear mucha suerte, a quien ya se había convertido en mi entrañable compañero de desayunos, me despedí de él.
Han pasado unos doce años desde nuestra última charla y, casualmente hoy, lo he vuelto a encontrar de nuevo. Su aspecto me causó la impresión de que el tiempo transcurrido lo había rejuvenecido mucho más que envejecido, algo que me satisfizo enormemente, y como no podía ser de otra manera, volvimos a charlar sentados en torno a otro buen café. Entre las muchas cosas que comentamos, resalto la respuesta que dio a mi interpelación sobre su peripecia de los últimos años:
Como era de esperar, muy poco después de nuestra última charla, mi empresa se cerró en las peores condiciones y, quienes trabajábamos en ella, nos quedamos en la calle con una mano delante y otra detrás, como se suele decir coloquialmente; sin embargo, lejos de causarme problemas, aquel cierre fue para mí una liberación pues, con el sosiego que este largo periodo de tiempo me ha deparado desde aquel cierre, veo hoy a mí ex trabajo como un camino en el que me sobraron innecesarias dificultades, con una enorme incomprensión y falto de la ayuda que, por su condición de director, debería haberme prestado el felón de mi jefe que, lejos de ofrecérmela, me colocó deliberadamente ante muchas situaciones complicadas y a los pies de los caballos, a cambio, casi siempre, de aumentar el desprestigio de la empresa. Podría seguir narrando actuaciones de este felón que, sin duda, dejarían entre la incredulidad y la vergüenza ajena a cualquier persona medianamente sensata, a cambio de ello, no me duelen prendas reconocer que fue directamente él quien erosionó completamente mi carrera profesional, y poco le faltó también para destrozar la personal.
Necesité bastante tiempo y la inestimable ayuda de mi mujer para superar el trance personal en el que deliberadamente me sumió aquel h.p. de felón, pero hoy me siento feliz y pienso que en un aceptable estado de salud, pero afirmo rotundamente que ni olvido ni perdono.
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