Un tendido eléctrico y telefónico anticuado, viejo e insuficientemente cuidado; unas aceras levantadas, inexistentes o deterioradas; reparaciones en viviendas y muros limítrofes, realizadas con escasa homogeneidad, poco gusto y, a veces, inadecuado criterio; calles con firme deteriorado a causa de su mala calidad y escaso mantenimiento; arbolado entre heterogéneo e inapropiado, producto de decisiones tomadas sobre conocimientos más que dudosos. Todo ello configuraba aquella urbanización, dándole un aspecto de destartalo similar a la de los pueblos de la zona, bien es cierto que su estructura urbanística los superaba con mucho.
Las injustificables lagunas jurídicas en que unos promotores urbanísticos dejaron a aquella urbanización, pronto denotaron que su creación había sido obra de un ignorante ambicioso, auxiliado por unos profesionales que no supieron, no pudieron, o no quisieron hacer el trabajo que tenían encomendado con las mínimas garantías exigibles; cierto es que, quienes gestionaron su marcha durante casi cuarenta años, tampoco hicieron absolutamente nada para subsanar los errores de sus antecesores, imposibilitando, eso sí, que un año sí y otro también, su comunidad pudiera emprender acciones que la liberase de ciertos abusos perpetrados en sus lindes, amén de de otros problemas, tanto o más rancios que éste.
Tales inconvenientes nunca fueron óbice para que en aquella urbanización se disfrutara de una agradable vida en el campo. Con todo, su verdadera mancha negra ponía su acento sobre ciertas personas empeñadas en demostrar su incapacidad para comprender que la vida en una urbanización alejada de grandes núcleos urbanos, y por lo tanto de sus ventajas e inconvenientes, es muy diferente a la que habitualmente se practica en ellos. Son personajes prosaicos que, inexplicablemente, han pasado de una relación normal al “hola y adiós”, un comportamiento al que también se añade la persistente ausencia de muchos convecinos; dos acciones simultáneas que, como éstas, provocan la reacción de un déficit crónico de relaciones personales y, en no pocas ocasiones, de soledad.
Hay otro aspecto en aquella urbanización que por su peculiaridad merece la pena destacar, que no es otro que sus frecuentes averías domésticas, pues, el tipo de sus viviendas y su régimen de uso, parecen haberse confabulado con sus muchos años para provocarlas casi de continuo, haciendo que, en muchas ocasiones, se eche de menos al vecino manitas que solucione un desperfecto generalmente elemental pero de costosa reparación, a causa, básicamente, de la distancia a la que generalmente se encuentran los profesionales del ramo.
Manitas existen en todas partes y manitas dispuestos a ayudar también; pero ese comportamiento prosaico al que me he referido antes, impide recurrir a su inestimable ayuda, otrora incluida entre los comportamientos de buena vecindad, pero que una panda de imprevisibles raritas ha decidido enterrar.
Cuando finalizada la temporada estival abandono aquella urbanización, una gran pena me embarga, pues no encuentro ninguna razón para despedirme de aquellas raritas hasta la temporada próxima ¡Triste!
Cierto. Triste pero verdad al cien por cien. Más triste que un tanto por ciento muy elevado coincidimos con esa apreciación, y no hacemos nada. Me avergüenzo y también digo «ola y adiós».