Calidad: teoría y práctica

Durante 30 años aquel técnico había estado uncido al yugo del departamento de calidad de una empresa de cuyo nombre no quiso acordarse; por fin y para su satisfacción, aquel año se libró de él, dejando atrás horas y horas de leer, interpretar y aplicar textos en inglés de una colección de libros a los que algunos filosóficos «mechanical engineer» habían puesto el rimbombante nombre de «Code», un costoso galimatías de modificación semestral a base de añadidos en forma de hojas coloreadas que, a menudo, desbarataban más que otra cosa; eran lo equivalente a lo que hoy se conoce como actualizaciones de software. Para que una empresa pudiera exhibir, urbi et orbi, el cumplimiento con tal galimatías tenía que seguir un proceso similar al descrito más abajo para “la Iso” – con algunas diabólicas variantes -, pero bastante más caro, complicado y difícil, a cambio de unos beneficios que, según decían sus valedores, podían ser considerables.

A la vez que al diabólico «Code», también dejaba atrás otro pretencioso texto en inglés (a ciertos recalcitrantes papistas de la época no les gustaba la versión española) – “la Iso”, como lo nombraban los no introducidos en el tema – que prometía el oro y el moro a las empresas que adoptaran sus sabios consejos ¡faltaría más! Naturalmente, aquello requería una acreditación que lograban a base de pagar una asesoría y, tras una o varias severas auditorías de calidad hechas por una empresa certificadora – a la que, ¡cómo no!, también había que pagar – conseguían la ansiada certificación que, al parecer, las situaba en el Olimpo de la calidad, y aseguraba a la certificadora pingües beneficios. Otro floreciente negocio que ninguna empresa del ramo desaprovechó. Curiosamente, en aquella época era muy normal que asesor(es) y certificador(es) pertenecieran a la misma empresa, hecho que podía estimular a los mal pensados y que las certificadoras soslayaban cubriendo las apariencias con el curioso malabarismo de evitar que los certificadores actuasen como asesores y viceversa.

Aquel floreciente negocio debió estimular la mente ejecutiva de otras organizaciones que, con su habitual perspicacia, concluyeron que si el diabólico “Code” y la pretenciosa “Iso” habían impuesto su certificación ¿porqué no la iban a imponer también en lo suyo? Dicho y hecho, de modo que al susodicho binomio se sumaron otros de cuño idéntico al de “Iso” pero con logotipos y especificas parafernalias; ¡faltaría más!, no iban a ser menos.

A consecuencia del aquelarre auditoría-certificación-homologación, nuestro técnico pasó gran parte de su vida laboral soportando auditorías de unos y otros de corte muy parecido, cierto que, a veces, las de cliente tenían un tono algo más chulesco. Curiosamente, nunca percibió que a más auditorias mejor calidad, en cambio le obligaron a pasar muchas, ¡muchísimas horas! resolviendo – cerrando, en argot auditor – las muchas memeces que los auditores le dejaban tras su “proselitista trabajo”. Con dureza, el técnico afirmaba que aquello de las memeces tenía su explicación, pues de las 700 auditorías que más o menos había sufrido en 30 años, jamás auditor alguno puso el dedo en la llaga de los verdaderos problemas de calidad de su empresa, que no era otro que el desinterés de la dirección por ellos, pues sistemáticamente actuó siguiendo el criterio de: «no permitas que incumplimiento alguno aminore la facturación».

Si, si, todas las normas de calidad, códigos varios, manuales, instrucciones, procedimientos, etc., etc., ponen su acento en la inmensa mayoría del personal de las empresas, pero nada dicen de la actitud y aptitud de sus regidores, si se exceptúa la política de calidad que, frecuentemente, no pasa de ser un conjunto de palabras bonitas que firma en barbecho el mandón de turno, algo que nuestro técnico nunca pudo entender, pues asesores, auditores varios y certificadores, jamás trataron de constatar el papel jugado por aquellos en la calidad de los productos hechos por la empresa pero, eso sí, nunca se olvidaron de ensalzar el buen rollito del «management», y de esquivar el análisis de la actitud hacia la calidad de quien debería ostentar su máxima representación.

Percibo hoy que, al conseguir su certificación, las empresas ya no lo celebran publicándolo en periódicos, ni en otros medios de comunicación, ni se la entrega las primeras autoridades autonómicas, como ocurría en la ya lejana época que le tocó vivir a nuestro técnico ¿será que todas las empresas ya están certificadas? ¿será que ahora está tirado conseguirlo? ¿será que ya no prestigia? ¿o será que alguien en alguna parte está pensando en algo más elitista que una vulgar certificación?

¡Pobre calidad! ¡cuantos presumen de ella de boca para fuera, pero, cuando algo no sale bien, miran para otro lado en aras de la facturación! Para más inri, nuestro técnico afirmaba con toda convicción, que algunos mandones de empresa utilizaban las certificaciones para vanagloriarse y, si las circunstancias así se lo aconsejaban, también como burladero.

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