Según la RAE (Real Academia Española), la corrupción – en lo que a organizaciones se refiere, especialmente a las públicas – es la práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores; también la define como el efecto de corromper, acción que puntualiza como, sobornar a alguien con dádivas o de otra manera. Aclarado el concepto y a la vista del desmesurado número de casos que, casi a diario, aparecen en los medios estrechamente enmarcados en él, inevitablemente me vienen a la memoria aquellos versos de Quevedo «Miré a los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados… ».
¿Qué ocurre en España? ¿Cómo es posible que, a día de hoy, esta teórica sociedad democrática nuestra no se haya dotado de instrumentos capaces de detectar prácticas corruptas justo en el momento producirse? Si, ya sé que quien es pillado en tan despreciables prácticas, se le somete a juicio y hasta se le puede condenar, pero ¿recuerda alguien cuantos convictos de corrupción han devuelto el producto de sus fechorías?, yo no, pero aunque alguno lo hubiera hecho, dudo mucho que ello fuera de su cuantía total, pues, como es bien sabido, ningún juez condena por sospechas y, probar tal cuantía, debe ser algo así como demostrar la cuadratura del círculo, dado que quien se entrega a prácticas corruptas es un corrupto, si, pero no un tonto, cualidad ésta que utilizara extensivamente para borrar todo rastro de su participación en sus inconfesables prácticas que, además, obligara a poner en juego considerables recursos – sufragados por los contribuyentes – con el único objetivo de acusarlos primero y enjuiciarlos después.
La corrupción no es algo que se produzca por generación espontanea, requiere un caldo de cultivo con el que cierta parte de la sociedad española no solamente se siente cómoda, sino que también la alienta y, no pocas veces, la jalea; reflexiono ¿Quién no conoce casos en los que alguien ha recurrido a conocidos o amistades para lograr objetivos? Hechos que van desde “corruptelillas”, como pueden ser:
– solicitar algo alegando ir “de parte de fulanito”;
– recurrir a conocidos con reconocida influencia sobre ciertas empresas, para que nos faciliten su acceso al trabajo en ellas;
– o, conseguir localidades para un espectáculo a cambio de propina;
a verdaderas corruptelas, como por ejemplo:
– pagos o “mordidas” que hacen algunas empresas para lograr pedidos;
– pasando, faltaría más, por ciertos “actividades” que ciertas instituciones (básicamente, partidos políticos) realizan sobre algunos medios de comunicación, a cambio de que éstos solo publiquen de aquellas su cara más amable;
son en España práctica habitual y, quienes se oponen a ella, frecuentemente son relegados sin la menor consideración. Creo que las corruptelas tienen un gran calado en cierto sector de la sociedad española, y nadie o pocos recapacitan de su negativa incidencia sobre ella, contrariamente a lo que creo, pues, minusvaloran méritos, fomentan el “amiguismo”, invitan a lograr objetivos mediante métodos más o menos inconfesables y favorecen la formación del futuro corrupto. Por todo ello, no es de extrañar que cuando alguien criado en ese ambiente (aunque ello no sea condición necesaria ni suficiente), logra encaramarse a puestos conocidos vulgarmente como “de posibles”, simultáneamente se activa un potencial caso de corrupción que, si desgraciadamente detona, sus negativos efectos sobre la sociedad dependerán grandemente del tiempo que tarde en detectarse.
Por eso, los grandes escándalos relacionados con estafas, administraciones desleales, falsedades en documentos mercantiles, malversaciones de fondos públicos y delitos contables, están siempre vinculados a quienes están o estuvieron dotados de ese potencial al que antes me he referido y que, casi siempre, son cargos relevantes de las administraciones públicas o empresariales; circunstancia, que no nos debería impedir razonar que, quien hace de su cargo público un sayo, no está hecho de forma distinta a la de los demás mortales, pues ha salido de nuestra propia sociedad, a quien además, hemos podido homenajear, apoyar y, lo que es peor: votar; todo ello hecho, como casi siempre, tras un mal meditado análisis, cargado de apasionamiento y sectarismo, del personaje.
Creo llegado el momento de manifestar que honestidad y honradez, no son patrimonio de ninguna institución, justo lo contrario de lo que predican los partidos políticos, pues aprovechan cualquier caso de corrupción que salpique a los demás para hacer creer a la ciudadanía que ellos son el paradigma de aquellas virtudes; actitud ésta, que yo califico de impropia – o algo peor – de quien debería, por su funcionalidad social, exhibir una conducta ejemplar y emplear este esfuerzo propagandístico en algo más útil para la sociedad a la que dice servir, o sea, la erradicación de cualquier conato de corrupción, propio o ajeno.
Esta mentalidad individual e institucional – creo sinceramente que la honestidad y la honradez son ampliamente predominantes en nuestra sociedad – ha dado origen en España a la picaresca como género literario – que yo sepa, único país del mundo que lo ha cultivado – lo que pone de manifiesto el calado que semejante mentalidad y conducta ha tenido y tiene en nuestra sociedad. Al hilo de esto, me viene a la memoria un comentario que le escuché a un “deslumbrante” ejecutivo empresarial, según el cual afirmaba que no le preocupaban las consecuencias causadas por el fallo de un producto fabricado por su empresa para el mercado nacional, pues disponía de múltiples y variados recursos para “taparlos”, pero ello sería un verdadero problema si tal contingencia ocurriese en ciertos países allende nuestras fronteras. Este comentario, exento de toda referencia técnica al fallo en cuestión, no solo debería haber denigrado a quien lo hizo – algo que no ocurrió –, sino que puso de manifiesto el pestilente caldo en que algunos realizan sus negocios. Esta anécdota me hace recordar una noticia aparecida el 28 de Octubre de 2005 en muchos medios de alcance nacional, en la que se denunciaba a ciertas empresas españolas que habían hecho muy buenos negocios con Irak – mientras estuvo en vigor el programa de la ONU Petróleo por Alimentos – gracias a las “mordidas” (en los medios se las denominaba “comisiones ilegales”) que utilizaron como método comercial infalible ¿sabe alguien que consecuencias tuvo para estas empresas los hechos denunciados? Yo tampoco, lo que además de contribuir a incrementar más, si cabe, mi escepticismo sobre la erradicación de la corrupción en esta sociedad nuestra, también me crea la duda de cuantas fortunas y empresas hunden sus raíces en ella.