Los cuarenta y seis años de mi carnet de conducir me han permitido rodar, poco más o menos, un millón de kilómetros pleno de satisfacciones, sin ningún percance y, si ciertas circunstancias adversas no me lo hubieran impedido, habría rodado muchos más, pues me encantan los viajes de turismo en mi propio coche. De estas circunstancias destaco una de nombre radar que, en su conjunto, son los causantes directos de mi desapego a estos viajes, pues me resulta tremendamente agotador conducir con la vista constantemente pendiente del velocímetro del coche y que, en alguna ocasión, ha estado a punto de costarme un disgusto.
Afirmo rotundamente que las leyes, reglamentos y demás textos jurídicos están para que se cumplan. Dicho esto, afirmo también que es humanamente imposible mantener la velocidad de un automóvil dentro de los continuos cambios de los límites de velocidad de nuestras carreteras durante el periodo de tiempo que dure un viaje, pues los humanos no somos máquinas, y aunque pongamos todo nuestro esfuerzo en respetar los límites de velocidad – es mi caso que, por otro lado, me ha convertido en objeto de frecuentes pitadas que nunca había recibido – siempre habrá momentos en que la velocidad de nuestro automóvil se salga de rango por arriba. Es verdad que los reguladores de velocidad, que desde hace tiempo incorporan muchos vehículos, han ayudado enormemente a solventar este problema, pero no es menos cierto que ello supone hacer un ejercicio permanente de su regulación, actividad que, más pronto que tarde, terminará por colocarnos – probablemente menos veces que sin él – en situación de “fuera del reglamento”.
Supongo que el noventa y mucho por cien de los conductores hemos superado en alguna ocasión, pretendiéndolo o sin pretenderlo, los límites máximos de velocidad, aunque ello fuera por escasa diferencia, a lo que, en ocasiones, siguió el amargo sabor de una multa originada por un radar que, entre otras, tiene la particularidad de no cansarse, trabajar día y noche y ser considerado por las administraciones como la quinta esencia de los métodos recaudatorios, pese a que todas ellas argumenten que gracias a estos “ingenios” han disminuido las víctimas del tráfico, aunque tal afirmación la utilicen como señuelo para desviar la atención de la ciudadanía sobre los cuantiosos ingresos que los radares procuran a las arcas públicas.
Creo como cierto que el número de víctimas a causa del tráfico rodado ha disminuido, pero llama la atención que sus cifras siempre se faciliten en valores absolutos como estos: «x» victimas menos en este fin de semana que en el de hace un año; «y» victimas menos que el año pasado; «z» victimas menos en esta Semana Santa que en la pasada; y datos por el estilo, a los que se acompañan los correspondientes porcentajes de disminución. Repito que los datos así facilitados son ciertos, pero nunca he visto cifras en las que se relaciona el número de víctimas producidas por cada millón de kilómetros recorridos por el conjunto del parque móvil en un determinado periodo de tiempo. Estoy por asegurar que estas cifras, en valor relativo, no tendrían una disminución tan acusada como las puestas de manifiesto cuando se manejan en valor absoluto. Digo esto porque, como de todos es conocido, la crisis-recesión ha obligado a prescindir o recortar el uso de vehículos y a disminuir la intensidad del transporte por carretera, dando lugar a una disminución del kilometraje recorrido por nuestro parque móvil. Como es obvio, el número de víctimas es directamente proporcional a la cantidad de kilómetros recorridos, o sea, a más kilómetros más víctimas, lo que lleva a la siguiente reflexión: la disminución de las víctimas del tráfico ¿ha sido a causa de los radares, a causa de la reducción del kilometraje recorrido por el parque móvil, o a ambos?, en este último caso ¿Qué parte de esa disminución le corresponde a cada uno? Me gustaría que quien dispone de estos datos los hiciera públicos pues, a buen seguro, sería noticia de primera plana, y además pondría en inestable credibilidad los datos que avalan la positiva función de los radares en relación con la disminución del número de víctimas.
Dicho lo anterior, me fijaré ahora en el aspecto crematístico de los radares pues, a tenor de su aportación a las arcas públicas, no me extraña que su éxito sea arrollador y que además los convierte en una inversión plena de garantía, hasta tal punto de que estado, autonomías y ayuntamientos han exhibido con su instalación una diligencia desconocida para otros cometidos, sembrando materialmente de radares toda la geografía nacional, muy especialmente en aquellos lugares donde la intensidad del tráfico conlleva aparejada la no menos intensa recaudación a través del multazo y tente tieso. Me llama la atención la rapidez con que se mueven nuestros políticos-dirigentes cuando de cuestiones recaudatorias de trata y en las que, además, siempre están de acuerdo, sean de derechas, de izquierdas, de aquí o de allá, al contrario que en otras cuestiones como la educación o la sanidad pues, los muy pillines, se pirran por tocar dinero, pero actúan con mucha calma, a la que llaman “prudencia política”, en todo lo demás.
Deseo también llamar la atención sobre el permanente machaqueo que autoridades y medios de comunicación ejercen sobre la velocidad de los vehículos, en el sentido de atribuirle todos los males relacionados con el tráfico rodado. Es verdad que la velocidad es la culpable directa de todas las víctimas y destrozos originados en el tráfico rodado, pero no siempre es la culpable de los accidentes, como autoridades y comunicadores irreflexivos tratan, una y otra vez, de hacernos creer.
Preguntas sin respuestas (a día de hoy, claro):
– ¿Porqué se permite la venta de vehículos capaces de superar la máxima velocidad autorizada?
– ¿Porqué la velocidad máxima está situada actualmente en 120 Km/h, y no en 100, 80 o 50 Km/h?
– ¿Porqué el mayor número de accidentes se localizan precisamente en vías donde la velocidad permitida es inferior a la máxima autorizada?
– ¿Porqué con tanta frecuencia y no poca malevolencia se muestran en TV imágenes de conductores cometiendo infracciones al Reglamento General de Circulación, a sabiendas que son minoría quienes las cometen?
– ¿Porqué, un día sí y otro también, se emiten mensajes en los medios de comunicación públicos y privados, en los que se muestra al conductor como un irresponsable bordeando la delincuencia?
– ¿Porqué en ciertas vías, allende nuestras fronteras, no tienen establecida velocidad máxima y en España todas?
¿Porqué hay instalados tantos radares en los grandes núcleos de población y aledaños, y tan pocos en otros lugares? Esta sí tiene una clara respuesta, pues también en esto, se sigue la filosofía de las grandes superficies: a más clientela, más beneficio.