Gordo… ¡y qué!

Un día sí y otro también veo como, machaconamente, la publicidad de televisión y un amplio sector de la sociedad – embelesada por aquella – practican el “edificante deporte” de denigrar ciegamente al obeso, por el simple hecho de serlo; un comportamiento ruin que me recuerda mucho al de algunas antiguas romanas que, para realzar su belleza, se hacían acompañar de otras muy feas. Estas prácticas guardan un tremendo paralelismo con él racismo, pues ¿Dónde está la diferencia entre segregar por raza o por aspecto físico?

Cada vez que, en televisión, contemplo un desfile de moda, me quedo pasmado viendo a esos escuálidos cuerpos de tristes caras y movimientos software que, al contrario que a mí, parecen contar con el beneplácito del respetable ¿Cómo es posible que para trabajar sea necesario sumirse en semejante delgadez? ¿Quién convierte a muchas preciosas modelos en simples caricaturas? ¿Quién ha otorgado cátedra a esos rufianes que deciden y alientan estas cosas? En esta sociedad nuestra pululan mequetrefes que sin haber demostrado jamás el menor talento para nada, se erigen en expertos de las cosas más variopintas, hasta el extremo que en mal día deciden, urbi et orbi, lo que está bien y lo que está mal, lo que se lleva y lo que no, la gordura o la delgadez y, lo que es peor, la gente los aplaude y los sigue irreflexivamente, como los ratones al flautista de Amelín. Si cuando desfilara la delgadez extrema por esas pasarelas de moda, todos los espectadores se ausentaran ¿Cuánto tardarían en corregir esos abusos? pues eso.

Pertenezco a la generación nacida en los años del hambre, razón que considero suficiente para haber sido un niño delgado, sin embargo ello no fue así, tanto que mi madre señaló siempre a la obesidad como causante de mi retraso en caminar; también recuerdo que, tanto en el colegio como en el instituto, los compañeros me calificaron de gordo a modo de insulto, por razones que no creo necesario aclarar y, si este apelativo no fue utilizado con más saña contra mí, fue porque nunca les manifesté el menor enfado por ello. Traigo esto a colación por dos razones; la primera, porque no parece que fuera el apetito desmedido la causa de mi obesidad y; la segunda, porque desde niño, conozco en primera persona el desdén que otras muchas manifiestan hacia quienes, como yo (mujeres y hombres), no exhibimos una silueta equiparable a la del Discóbolo de Mirón o la Venus de Milo, ¡ya nos gustaría! Con todo, he de decir con gran pesar, que la censura más corrosiva que se ha hecho a mi obesidad, ha sido la proferida por dos médicos en sendas consultas de ambulatorio de la Seguridad Social; aclaro que estos facultativos jamás me había visto antes, su especialidad nada tenía que ver con ningún órgano de la actividad digestiva ni con él tiroides y su comentario bordeó la grosería. Días después, un enfermero, volvió a censurar mi obesidad en la misma línea argumental de ambos médicos, aunque afortunadamente con la corrección que se le supone a un profesional. Cuento estos casos porque, si personas con formación científica basan sus opiniones únicamente en estadísticas y aspecto físico de quienes tienen delante, deduzco por tal comportamiento que, su fundamentalismo contra los obesos puede incitar aquello que dicen combatir: la anorexia.

Recientemente se propagó una noticia señalando a la obesidad como causante de enormes gastos a la Seguridad Social. No voy a ser yo quien dude de esta información, pero jamás he leído ni oído nada sobre los monumentales costes que representan para el estado las personas voluntariamente ignorantes o desinformadas, las sectarias, o las corruptas, por poner solo algunos ejemplos, pero de las que nunca se ha orquestado ninguna campaña en su contra.

No me gusta estar gordo, hubiera preferido estar delgado, de la misma manera que me hubiera gustado ser más inteligente y tener más memoria, pero aseguro que por este motivo nunca nadie me ha reprochado nada. Una sociedad que como esta, concede más importancia a lo accesorio que a lo fundamental y que se desentiende de lo que verdaderamente debería importarle, no solo me causa gran inquietud, sino que me anima a proclamar:

¡Basta ya de la campaña anti gordos!

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