Incompatibilidad mutua

Aunque me cueste trabajo creerlo, resido  desde hace más de cuarenta años en uno de los lugares más áridos y, para mí, inhóspitos del continente europeo. ¡Quien me lo iba a decir! El lugar obsequia a sus habitantes con un «confortante» clima, pues, a sus asfixiantes calores estivales le siguen unos infernales fríos invernales que frecuentemente amplifica, de manera inmisericorde, un aborrecedor y huracanado viento al que, a menudo, releva una heladora y desagradable niebla, tal como si ambos fenómenos meteorológicos se pusieran de acuerdo para jorobar a propios y extraños, a cambio de nada bueno.

Estoy completamente de acuerdo con quien dijo que las condiciones climáticas y geográficas forjan gran parte del carácter de los que viven inmersos en ellas; quizá por ello, no siempre comprendo los usos y costumbre de muchos de los oriundos que me rodean, pues al no ser del lugar, mis gustos y aficiones no siempre coinciden con los de ellos, y los de ellos no siempre con los míos.

Al hilo de esto, basta decir que jamás he tenido la oportunidad de alimentar mi gran afición a lo marítimo – solo fuera mediante charlas –, pues nunca he tenido la suerte de tropezarme con alguien que compartiera mi afición, a la vez que observo el enorme desconocimiento y desinterés que, sobre este tema, exhiben la mayoría de los de mi entorno. Por el contrario, tampoco comprendo yo la afición a las vaquillas de las fiestas de los pueblos, a las que tan aficionados son muchos ni, obviamente, al gusto por las corridas de toros, actividades éstas que no me atraen lo más mínimo, y de las que, en consecuencia, me declaro analfabeto.

Si tienen posibilidades, también está bastante extendido entre muchos de mi entorno el gusto de cultivar un huerto y el de hacer su propio vino utilizando unos medios estrictamente caseros. Nada tengo que objetar en contra de este gusto, y aunque creo que los productos obtenidos en el propio huerto son, en muchos casos, excelentes, no tengo la misma opinión del vino hecho al modo casero, opinión que generalmente no comparten quienes así lo hacen, hasta tal extremo, que cuando en una ocasión rehusé la invitación de alguien a catar su vino, no volvió a dirigirme la palabra; desde entonces extremo las precauciones cuando intuyo que alguien – ferviente e incondicional admirador del vino hecho por él – puede invitarme a una cata.

A causa de su color oscilante entre el blanco y el ocre, pasando por el amarillo, miro sin gustarme el aspecto de las tierras del lugar que, más pronto que tarde, me sumen en el indeseable estado de quién anhela el verde y el mar pero que, hoy por hoy, están fuera de su alcance.

 

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