Tópico y típico negociante, que no empresario

Nuestro personaje había sido incapaz de emprender estudios más allá de la EGB y, tras haber dado algún que otro tumbo por ahí, alcanzó una configuración próxima al analfabetismo, pues sus patadas al diccionario, hablando o escribiendo, no posibilitaban otro encuadramiento; eso sí, tenía una aceptable labia que no pasó desapercibida para sus más allegados que, a la vista de ello, lo animaron a ejercer de comercial. El tipo de comercio que eligió, unido a una coyuntura favorable, empujaron a nuestro personaje hacia éxitos nunca contemplados en sus más optimistas sueños, tanto, que decidió independizarse, crear una S.L., adquirir una nave y cierto herramental, que le permitieran producir y comercializar lo que, hasta aquel momento, solo había vendido para otros «negociétes».

Nuestro protagonista trabajaba, si, pero tampoco le faltaba la buena fortuna, una contundente combinación que le reportaba trabajo a su negocio, y una abultada cuenta corriente para él. Su buena fortuna, tenía mucho que ver con su percepción de que agasajar a clientes era camino de éxito asegurado y, consecuentemente, la puso en práctica con devoto apasionamiento. Comidas y cenas en fastuosos y caros restaurantes eran los momentos en que nuestro personaje «trabajaba» a sus agasajados clientes para conseguir contratos para su empresa que, a su criterio, complementaba con tentadores regalos. Actuaciones así, cubrían una parte importante del frente exterior de su negocio, pero no descuidaba su frente interior, implantando en él un sistema informático que vigilaba lo que producían sus empleados, y que, con el inestimable auxilio de la malhadada reforma laboral, utilizaba a modo de chantaje con esta obscena amenaza «o produces más, o no te renuevo el contrato»; técnicamente, una variante de esclavitud, pero los sindicatos… ni mu.

Nuestro «ejemplar» empresario – como gustaba que le llamaran -, empezó a notar que el mercado en el que estaba inmerso su negocio, viraba hacia productos más exigentes, tanto, que comenzó a valorar la posibilidad de dotarse de tecnologías capaces de hacer frente a esos nuevos retos, pero carecía de recursos humanos y técnicos necesarios; de modo que, ordenó una selección de personal en la que no se cortó un pelo exigiendo títulos, experiencia demostrada, conocimiento de idiomas, masters y parafernalias varias, pese a que muchas de esas exigencias fueran absolutamente innecesarias en su negocio, pero alimentaban su ego presumiendo de ello ante clientes y colegas además, como no, de quien se veía en la necesidad de contratar, al que, durante varias e innecesarias entrevistas de trabajo, miraba con displicencia y estudiada pose de superioridad e indiferencia, tópica, típica y burda manera con que los incultos pero acaudalados deciden superar sus limitaciones.

Ambición y avaricia desmedidas atenazaban a nuestro protagonista, por eso a nadie le extrañó que, tras dar algunos retoques a su tosca formación, también gustara de coquetear en política, dándose algunos garbeos por cierto partido político, a la vez que, de vez en cuando, hacía generosas contribuciones a la causa, a cambio de lo cual el partido le devolvía su «fervor político» otorgándole, «en leal competencia», jugosos contratos públicos. Comercial de raza, sabía que no era buena práctica poner todos los huevos en el mismo nido y, por eso, con menor generosidad, también contribuía a otras causas, a sabiendas de que esta generosidad sería menos correspondida. Tampoco tardó mucho en comprender que unas buenas relaciones con los sindicatos eran un buen tratamiento para mantener la paz en su negocio, por eso, su relación con ellos fue similar a la que mantuvo con los partidos políticos; ¡un fenómeno nuestro protagonista!

Nuestro personaje había tratado siempre a sus empleados como si fueran unas máquinas más de su negocio, pero el mundo en el que ahora se movía le desaconsejaba un comportamiento semejante y, muy a su pesar, se vio en la necesidad de rectificar, bien es cierto que, de vez en cuando, se le escapaba alguna que otra tarascada.

No fue una sorpresa para nadie cuando compró un coche de alta gama, de cuyo uso solo conocía lo estrictamente imprescindible y lo necesario para deslumbrar a clientes, colegas y entorno más cercano, pero quienes bien lo conocían enseguida evocaban el dicho «aunque la mona se vista de seda, mona se queda».

 

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