Llega en su coche – a menudo, de alta gama – y, a la vez que se baja de él, mira a la concurrencia del momento con absoluta displicencia, tras lo que se acerca a la barra del bar y pide un vino por su nombre comercial, generalmente de dudosa calidad. No pasa mucho tiempo hasta que se le acerca algún amiguete, e inmediatamente entabla con él una distendida conversación cuyo nivel se ciñe únicamente a su sonoridad, especialmente en esos momentos en los que nuestro hombre trata de exhibir un poderío que él considera ganado a pulso, y que, por exigencia de su ego, debe exhibir de vez en cuando. Para tal fin, recurre al móvil para comunicarse con alguien con quien inicia la conversación dándole a entender que han sido amigos de toda la vida y, sin solución de continuidad, le pide un favor para el amiguete que lo acompaña en ese momento. Su manera de expresarse y el satisfactorio resultado obtenido, delatan que esta forma de comportamiento es habitual en él, por lo que termina la comunicación con un «para eso estamos los amigos».
Categoría: opinión
Incompatibilidad mutua
Aunque me cueste trabajo creerlo, resido desde hace más de cuarenta años en uno de los lugares más áridos y, para mí, inhóspitos del continente europeo. ¡Quien me lo iba a decir! El lugar obsequia a sus habitantes con un «confortante» clima, pues, a sus asfixiantes calores estivales le siguen unos infernales fríos invernales que frecuentemente amplifica, de manera inmisericorde, un aborrecedor y huracanado viento al que, a menudo, releva una heladora y desagradable niebla, tal como si ambos fenómenos meteorológicos se pusieran de acuerdo para jorobar a propios y extraños, a cambio de nada bueno.
Estoy completamente de acuerdo con quien dijo que las condiciones climáticas y geográficas forjan gran parte del carácter de los que viven inmersos en ellas; quizá por ello, no siempre comprendo los usos y costumbre de muchos de los oriundos que me rodean, pues al no ser del lugar, mis gustos y aficiones no siempre coinciden con los de ellos, y los de ellos no siempre con los míos.
¡Como somos los humanos!
Han pasado once años desde que entré en el club de jubilados; ¡si, si!, en ese grupo de personas que no trabajan a cambio de dinero. En ese periodo de tiempo, he tenido la oportunidad de constatar que cuando alguien se jubila, paulatinamente, se jubila también su influencia sobre el entorno que lo rodea, especialmente sobre quienes aun trabajan, y que, invariablemente, al contactar con ellos, terminan inculcando en su jubilado interlocutor la poco grata sensación de distanciamiento que provoca su nunca pronunciado pensamiento: «¡que me va a enseñar a mi este viejo!». Consciente de esto, soy yo quien, una y otra vez, trata de romper ese distanciamiento – probablemente originado por la diferencia de edad y por la preconcebida idea de «este ya no sirve para nada» – y aunque ya hace tiempo que no trato de convencer a nadie de nada, observo en ellos, gestos, miradas y, a veces, comentarios, que atestiguan su desacuerdo con muchos de mis puntos de vista sobre cuestiones vinculadas con el estilo de vida de nuestra sociedad.
Percibo también ese distanciamiento durante las esporádicas relaciones que mantengo con quienes arreglan averías domésticas. Quien haya leído algunas entradas de ésta página, habrá notado que me gusta el bricolaje, a ello se une mi formación técnica, cuya combinación me permite tener una visión bastante precisa de mucha variedad de arreglos y reparaciones caseras. Pues bien, es ahora cuando cualquier pofesional (sin r) que entra en mi casa para arreglar o instalar cualquier tontería – afortunadamente entran pocos –, cuando mejor, me da lecciones sobre su trabajo y, cuando peor, me echa una mirada de perdonavidas a la vez que piensa «¡qué coño sabrá este viejo!». Solo, desde mi entrada en el club de jubilados, he notado este comportamiento.
No entiendo… ¿o sí?
Puede que sea debido a mi edad, o a un caletre incorrectamente orientado, o a mi formación, o todo a la vez, pero es frecuente que observe ciertas actitudes, comportamientos o modas, como las que señalo más abajo, en personas con las que me cruzo en la calle o veo y escucho en bares, radios y televisiones que, quiera o no, me dejan en un estado de estupor incrédulo. Éstos son solo algunos ejemplos:
- Ir por la calle luciendo (sería más propio desluciendo) pantalones gastados y rotos, tal como si ello fuera lo más de lo más.
- Mostrar nombres y logotipos de marcas comerciales en las prendas que se llevan puestas, como si quienes lo hacen, en vez de pagar, cobraran por ello.
Expertos
Inopinadamente ocurren hechos en ésta sociedad nuestra que alteran sus expectativas de felicidad, pues agreden su tan ansiado y celosamente cultivado sentimiento de “estar a resguardo de todo”. A menudo, es francamente difícil dar una explicación convincente a estos hechos, pero nunca faltan inasequibles al desaliento, empeñados en encontrar fáciles y rápidas soluciones y, en este sentido, no dudan en buscar – y, casi siempre, encontrar – al hombre/mujer al que presentan como alguien dotado de conocimientos que les confiere la facultad de explicar y dar solución a los hechos que antes referí y que, obviamente, sobrepasan las capacidades del resto de los mortales; a menudo, estos «fenómenos» son entrevistados en medios de comunicación, donde se presentan al auditorio con el nombre de expertos.
Según el diccionario de la RAE, experto es una persona «práctica o experimentada en algo» y también persona «especializada o con grandes conocimientos en una materia»; bien es cierto que la RAE no determina como se adquiere el estatus de experto, algo que me encantaría saber, pues la pléyade de expertos que, día tras día, nos sacan de nuestra pecaminosa ignorancia, se incrementa en progresión geométrica, tanto, que hoy he oído en una cadena de radio presentar a alguien como «experto en temas musicales de películas», ¡apaga y vámonos!