El perro abandonado

El día 10-5-2015, Domingo, sobre las once de la mañana, y estando de charla con un vecino en el porche de su casa, vimos un coche circulando – un monovolumen o cuatro por cuatro de color negro, del que no me preocupé ni de su marca, ni de su modelo, y mucho menos de su matrícula – en dirección al parque contiguo a la casa en la que paso la temporada estival. Unos cinco minutos después, tal coche circulaba por el mismo sitio en dirección contraria, pero, esta vez, corría tras él un perro que trataba de alcanzarlo, sin conseguirlo. Aquella imagen no me dejó ninguna duda de que el animal había sido abandonado, pues, a éste hecho se unieron las innumerables vueltas que dio tratando de localizar a su desalmado dueño. El perro permaneció aquel día y toda la noche errando por el mismo sitio donde el gentuza de su amo lo abandonó; aquel día, para ser de Mayo, era demasiado caluroso, por lo que decidí llevarle agua y parte de la comida de mi gato, pues lo creí imprescindible tras tantas horas en aquel estado de abandono.
El mismo día por la tarde, y tras explicarle lo sucedido al perro, pregunté a otro de mis vecinos si conocía la manera de socorrer al animal, y me comentó que al día siguiente, Lunes, hablara con su mujer quien, a su vez, me pondría en contacto con una señora dedicada, entre otras cosas, a hacerse cargo de animales en situación igual o parecida a la de este. Así pues, seguí sus instrucciones, pero para mí sorpresa, su mujer únicamente me recomendó llamar al 112 – algo que yo ya había considerado – pues, afirmó, que ciertos conocidos de ella ya lo habían hecho así, con éxito.


De modo que llamé al 112, y cuando estaba exponiendo el motivo de mi llamada, dos hombres testigos de ésta comunicación y vestidos de la misma guisa, me hicieron señas de que ya estaban al corriente de aquel asunto, por lo que no era innecesaria la intervención de nadie más; en consecuencia, di las gracias al 112, me despedí, y di a aquella pareja todos los detalles relacionados con el perro, con lo que, seguidamente, continué otro de mis ineludibles viajes a Zaragoza, convencido de que el asunto había quedado en buenas manos.
Sorprendentemente, a mí vuelta de Zaragoza, el perro continuaba en el mismo sitio y condición. Pregunté a quien me recomendó llamar al 112, las causas de lo ocurrido y, por sus explicaciones, deduje que aquella pareja (al parecer, empleados del Ayuntamiento de Gallur) habían confundido la peripecia del perro de este relato con la de otro – ya solucionada – ocurrida simultáneamente en la misma urbanización. Y todo eso, a pesar de haberles explicado todos los detalles pertinentes al caso, incluyendo el tamaño del perro, color y lugar donde se encontraba. ¡Otro caso de trabajo mal hecho!
Aquel mismo día, volví a llamar al 112 y, tras las pertinentes explicaciones, me remitieron al Ayuntamiento de la Villa de Gallur, para lo que amablemente me facilitaron dos números de teléfono. Llamé a uno de ellos y, tras volver a describir la peripecia del perro, una voz femenina me recomendó ponerme en comunicación con la Policía Local de Gallur, a lo que le solicité si podía pasarme la comunicación con ella, contestándome que no, pues su número de teléfono estaba comunicando. Le di las gracias, y llamé directamente a esta Policía Local, a la que, otra vez, volví a contarle la peripecia canina. Mi interlocutor me dio explicaciones que no le pedí – algo relacionado con un camión que venía, de vez en cuando, desde Zaragoza a Gallur, para hacer actividades relacionadas con casos similares al que acababa de comentarle -, también adoptó una actitud escasamente colaboradora y, por sus comentarios, me dio la impresión de que el problema le importaba un bledo; tal es así, que ni siquiera me preguntó sobre la localización del perro, ni de ninguna otra cuestión relacionada con él.
Entre el desconcierto y el desánimo, pero pensando que las cosas de Gallur son de Gallur y no de Zaragoza, llamé a Protección Animal del Ayuntamiento de Zaragoza, con la esperanza de recibir de este organismo la información que me situara en el camino correcto para solucionar el problema. La amable persona que me atendió, me dijo que la solución debía darla el Ayuntamiento de Gallur y su Policía Local, a lo que contesté que ya había hablado con ambas instituciones, pero sin ningún resultado. Aquella amable voz femenina debió comprender lo que me estaba ocurriendo, por lo que me recomendó que llamara al 092 para que me pusieran en comunicación con el SEPRONA; tras agradecer sus explicaciones, le di las gracias y seguidamente llamé al 092, al que, de nuevo, volví a explicar la peripecia del perro. La cordial interlocutora del 092, ratificó lo que mis anteriores informadores me habían dicho, o sea, que la solución corría a cargo de la Policía Local de Gallur, a lo que le manifesté el nulo éxito que obtuve en mi comunicación con ella, y dicho esto, me dijo que esperara un momento; tras una corta espera, me puso en comunicación directa con dicha institución. La persona que estaba al teléfono era la misma con la que ya había hablado media hora antes (dicho por ella misma), pero en esta ocasión su actitud fue muy distinta, pues preguntó los detalles que, sobre el perro, había obviado en la primera conversación, aunque debo decir que la impresión que me quedó, finalizada la comunicación, fue la de que nada se iba a hacer por el perro… ¡una pena!
¿Hacían falta tantas llamadas y explicaciones para un tema como este? ¿Merecía la pena tal “teléfonocrucis”?
A la caída de la tarde del mismo día 11, vi circulando en dirección al parque un coche similar o igual al del presunto “abandonador” de perros; decidido a comprobar esta sospecha, me acerqué al «lugar de los hechos», donde pude comprobar el enorme cariño con que el perro agasajaba al desalmado que se había apeado del coche. Percatándose de que su inadmisible comportamiento había sido descubierto, este rufián trató de disimular haciéndome preguntas como estas: ¿es suyo este perro? ¿Cómo se llama esta urbanización? Muy poco después, el coche abandonaba la zona y, sin venir al caso, su impresentable conductor lo paró a mi lado para decirme que se llevaba el perro a tenor de lo que yo le había dicho de su condición de abandonado. Este ignorante, desalmado, chulo y atrevido, continuó su marcha convencido de sus dotes de bufón, al considerar que me había engañado… ¡Pobrecillo!
A día 17-5-2015, nadie se ha tomado la menor molestia para enterarse del estado del perro ¿Será que, para ciertas cosas, todavía hay quien se empeña en magnificar el significado negativo de la frase «África empieza en los Pirineos»?

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