Lo que pudo ser… pero no fue

A los de mí generación, militares – los mandamases de entonces –, religiosos, políticos, y enseñantes, nos “machacaron” durante algo más de treinta años, con las bondades, logros y dogmas de aquella democracia orgánica que tanto se “preocupó” de la «fiel infantería», a la que le negó, entre otras muchas cosas, lecturas inconvenientes (para ellos, claro), vida sexual no regida por irracionales doctrinas, y la crítica a los comportamientos y la gestión de los mandones de la época. Treinta y pico años así, permitieron a aquellos pastores de la manada, enfajarnos la mente que nos impidió establecer comparaciones con otras sociedades que, por entonces, ya hacía mucho que vivían bajo leyes más justas y democráticas que las imperantes por entonces aquí.
Un buen día, pudimos comprobar lo fantástico de leer lo que uno quería, la maravilla del sexo practicado sin la hipócrita influencia de inhumanos dogmatismos, los beneficios que para la sociedad supone la crítica constructiva a los mandones de toda laya y, ¡oh sorpresa!, que las personas afiliadas a ciertos partidos políticos – ilegales en aquella época – eran como tú y como yo, y no la reencarnación del mismísimo demonio como, machaconamente, nos habían dicho. Con tan buenas sensaciones, y otras mejores que, a los cuatro vientos, profetizaban los políticos del momento, emprendimos el apasionante recorrido – doloroso en algunas ocasiones – que nos ha traído hasta el presente.
Es bien sabido que ninguna actividad humana es perfecta y, obviamente, nuestra última época tampoco lo ha sido y, me temo, que tampoco lo será. Terrorismo, corrupción y paro, ¿han? sido tres repugnantes protagonistas – de consecuencias irreparables, en el primer caso – cuya presencia, ha impedido lo que pudo ser, pero no fue.

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Lo que va de un c.q.d. a un p.l.c.

En diario El Mundo.es acabo de leer el siguiente titular “Libertad provisional para Urdangarin sin fianza”. Tengo demasiados años para sorprenderme de algo y, este titular o mejor dicho, lo que lo origina, no me ha sorprendido nada, por la sencilla razón de que estoy completamente de acuerdo con el chiste de El Roto – aparecido en el diario El País – según el cual “La justicia es igual para todos, las sentencias, no”, aunque, en esas sentencias podrían incluirse también las decisiones judiciales. Durante estos años que hemos sido machacados con el caso Nóos, he oído y leído multitud de opiniones de expertos sobre si Urdangarín pisaría o no la cárcel, casi todas proclives al sí. No me considero un experto en nada y, mucho menos, en temas judiciales o jurídicos; también disto mucho de poseer las cualidades y conocimientos de muchos talentosos comentaristas, pero siempre, siempre, he tenido la convicción de que nuestro «ínclito» Urdangarín no pisaría la cárcel, por eso hoy no he podido evitar, muy a mi pesar, acordarme de aquellos libros de matemáticas de mi época estudiantil, en los que, tras finalizar una demostración, remataban la faena con un c.q.d. (como queríamos demostrar). Esta evocación, viene a cuento de una pequeña historia que se contaba por aquella época, según la cual, un estudiante tuvo que realizar una demostración durante uno de sus exámenes de matemáticas pero, el pobre, tuvo la mala suerte de cometer un error en ella, aunque consideró satisfactorio el resultado, por lo que, ni corto ni perezoso, la remató con el consabido c.q.d. El profesor que corrigió el examen, al percatarse del error, se lo devolvió con estas siglas rotuladas en rojo: p.l.c. Sorprendido el alumno, le preguntó al profesor su significado, a lo que este le contestó: su demostración es incorrecta, a pesar de lo cual ha puesto Vd. c.q.d., lo que me permite a mí ponerle un p.l.c., que significa «por los cojones».

Traigo hoy esta historieta a colación, porque acaban de endosarle un p.l.c. a todos los que creyeron que Urdangarín iría a la cárcel.

Ignorantes supinos

A veces me suceden cosas que, por su forma de generarse, pienso que solo me ocurren a mí, sin embargo algo me dice que no, y que situaciones como la que me tocó vivir recientemente, pero extrapoladas al terreno político, pueden alterar y de hecho alteran negativamente el bienestar de la ciudadanía.
Me explicaré. Recibí de la administración de mi comunidad una convocatoria de reunión de vecinos con objeto de tratar la cuestión requerida por ley, relativa a la eliminación de barreras arquitectónicas existentes en nuestro edificio. Normalmente, no suelo acudir a este tipo de reuniones que en más de una ocasión me han parecido avisperos donde los aguijonazos se substituyen por disparates y tarascadas, que he percibido en algunas de las que he tenido el infortunio de asistir, y cuyo resultado han sido únicamente estériles diálogos para besugos que no conducen absolutamente a nada, pero de los que se sienten a gusto bastantes ignorantes supinos en busca de su momento de gloria.

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Un galeno singular

A punto de finalizar el verano 2016, una típica y tópica molestia, pero persistente en el tiempo, me aconsejo acudir a la consulta de mi lugar de estancia estival. Tras entrar en la consulta, saludar, presentarme y, mientras el galeno consultaba y tecleaba el ordenador, aproveché para valorar su distante comportamiento y sus cortantes silencios, lo que no me impidió recordar que el personaje ya me había atendido en otra dos oportunidades, de las que había salido con ciertas reservas a causa de su ya mencionado singular comportamiento.

El galeno inició su intervención reprochándonos a mí mujer (que me acompañaba) y a mí – con más vehemencia de la aconsejada por las buenas maneras – que no hubiéramos hecho cierta gestión de carácter administrativo que, según él, nos había dicho que hiciéramos, en consultas anteriores. ¿?. Finalizados los reproches, a los que respondimos con silencio, inició la exploración de mi área molesta, valiéndose de un depresor de madera.

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¡Todo un estilo!

Llega en su coche – a menudo, de alta gama – y, a la vez que se baja de él, mira a la concurrencia del momento con absoluta displicencia, tras lo que se acerca a la barra del bar y pide un vino por su nombre comercial, generalmente de dudosa calidad. No pasa mucho tiempo hasta que se le acerca algún amiguete, e inmediatamente entabla con él una distendida conversación cuyo nivel se ciñe únicamente a su sonoridad, especialmente en esos momentos en los que nuestro hombre trata de exhibir un poderío que él considera ganado a pulso, y que, por exigencia de su ego, debe exhibir de vez en cuando. Para tal fin, recurre al móvil para comunicarse con alguien con quien inicia la conversación dándole a entender que han sido amigos de toda la vida y, sin solución de continuidad, le pide un favor para el amiguete que lo acompaña en ese momento. Su manera de expresarse y el satisfactorio resultado obtenido, delatan que esta forma de comportamiento es habitual en él, por lo que termina la comunicación con un «para eso estamos los amigos».

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